El martes me levanté para encontrarme una nota en la cocina
que explicaba que mi madre se había ido al trabajo sin tiempo para hacernos el
desayuno. Llevaba haciéndolo varias semanas así que no entendí muy bien por qué
ese día dejaba una nota.
Fui a la habitación de mi hermana para despertarla, pero ya
estaba despierta. Sentada en su cama
mirando al suelo entre sus pies. Estaba vestida y tenía la mochila de clase
encima de la mesa del escritorio. Y tenía los nudillos blancos de agarrar las
sábanas.
—Eh, ¿pasa algo? —llamé
desde la puerta.
Levantó la cabeza, me miró con los ojos verdes empañados en
lágrimas y cuando abrió la boca para hablar solo salió un quejido.
—Eh, eh, eh Sara. ¿Qué
pasa?
Me senté a su lado en la cama y le pasé un brazo por los
hombros dejando que se agarrara a mi camiseta llorando. Escondió la cabeza en
mi pecho y la agachó haciendo que el pelo le tapara los ojos.
—Es que, quería ponerme el
jersey gris. Porque la última vez que me lo puse Diego me dijo que estaba muy
guapa. —explicó separándose un poco de mí y poniéndose roja. —pero mamá lo echó
a la lavadora con una de tus camisetas rojas, y ahora ya no es gris. Es rosa.
Rosa feo.
No le dije que era solo un jersey. No le dije que en África
había niños muriéndose de hambre. No le dije que era una niña tonta llorando
por una cosa tonta. Porque ella no era una niña tonta y yo no era un capullo.
La gente tiene la horrible manía de compararlo y extrapolarlo
todo. De juzgar con criterios universales en lugar de pararse a pensar en desarrollos
personales. De minimizar tus problemas simplemente porque a ellos no les
parecen bastante trágicos. La gente tiene la horrible manía de deshumanizarte y
limpiarse el culo con tus circunstancias personales.
Pero mi hermana nunca había sido gente para mí. Y yo no iba a
serlo para ella. Así que le acaricié el pelo esperando a que se calmara lo
bastante como para explicarme por qué el jersey era importante.
—Sé que es una tontería,
pero…
—Tus sentimientos no son
una tontería. —la corté. —Puedes estar alegre sin motivo, y cualquier motivo
que tengas para estar alegre es válido, ¿no? Pues estando triste es lo mismo. Y
si alguien te hace alguna vez sentirte avergonzada o culpable por lo que
sientes, me llamas, lo mato y nos tomamos un helado.
Aquella frase habría tenido un contexto y sentido mucho más
inofensivo y bromista si yo no hubiera matado a un tío el fin de semana
anterior y no tuviese absolutamente claro que cualquier persona que hiciese
sufrir a mi hermana se merecía una muerte lenta y dolorosa.
—Eres el mejor. —dijo
dándome un beso en la mejilla. Se pasó la mano por los ojos limpiándose las
lágrimas y volvió a mirar al suelo. —Normalmente no me habría importado. Pero
es que de las últimas diez veces que hemos puesto la lavadora, seis las he
puesto yo, tres tú y una mamá. Y me ha teñido la ropa de rosa.
— ¿Esto es porque nunca
está en casa? —pregunté entendiéndola de repente.
No me contestó de inmediato y no dijo “sí”. No hacía falta,
porque ya lo sabía. Y yo no le dije que
nunca estaba en casa porque trabajaba por nosotros, para que no tuviéramos que
preocuparnos por nada y pudiéramos tener lo que queríamos. Porque ella ya lo
sabía.
—La echo de menos y ni
siquiera se ha ido. —dijo con un hilo de voz.
— ¿Cuánto hace que no
salimos los dos solos a hacer algo? —pregunté mirando el reloj de mi muñeca.
Ocho menos veinte, ya no llegábamos a clase. Antes de que me contestara me
levanté y le sonreí. —Hoy no vas a clase. Vamos a patinar y a comer. Y luego
busco en internet cómo arreglar tu jersey.
Desayunamos, nos vestimos y me la llevé a la pista de
patinaje sobre hielo. Convencimos a los de mantenimiento de que pusieran
‘Wannabe’ de las Spice Girls e hicimos el idiota. Yo me caí un par de veces y
ella se rió a carcajadas.
Después de patinar fuimos hasta el restaurante más caro de la
ciudad. Estaba en el puerto, era de cristal azul y madera oscura. Cada mesa
tenía un camarero asignado, con chaqué y pajarita. Y yo solo iba a comer allí
porque era de los padres de Javi, así que Lucas y yo no pagábamos.
Entramos y pasamos sin esperar la cola. Saludé al maître, que
me chocó la mano haciendo que una señora con un abrigo que parecía dar un calor
horrible frunciera el ceño y fuimos directamente a la parte de atrás.
El padre de Javi me dio un apretón en el hombro y le dijo a
Sara que estaba muy guapa, lo cual era verdad. Tenía el mismo pelo castaño
oscuro que mi madre y yo, y tirabuzones naturales. Los mismos ojos verdes, y
pestañas larguísimas. Y tenía hoyuelos. Que yo siempre había querido.
Nos sentaron en una mesa en la terraza y comimos pescado
mientras Sara se colgaba de vez en cuando por la barandilla para mirar los
peces que nadaban entre los barcos del puerto. Y estuvo bien. Luego insistió en
enseñarme una cafetería que había descubierto con una amiga y que tenía “Los
batidos más ricos del mundo. En serio. Sin exagerar” así que la dejé llevarme.
Me llevó a la misma cafetería que me había indicado Mara la
última vez que la había visto. Me cogió de la mano guiándome hasta una mesa al
fondo, debajo de una fotografía en blanco y negro de un chico con gafas de sol
fumando que reconocí de “El Club de los Cinco” (The Breakfast Club).
La camarera se acercó sonriente, enseñando sus brackets
azules, y yo me fijé vagamente en sus ojos marrones y su pelo rubio recogido en
una coleta. Sara pidió dos batidos de chocolate y cuando la camarera los trajo
y fui a pagar me cortó.
—Invita la casa. —luego me
guiñó un ojo, dejó sobre la mesa una servilleta con su número de teléfono y se
fue sonrojada.
Sara se rió de mí hasta que le expliqué que probablemente le
daba pena porque la última vez que había estado ahí Mara me había dejado. Ahí
se calló, me dio un beso en la mejilla y me dijo que si Mara me había dejado
era idiota, porque era el mejor hermano del mundo. Yo iba a remarcar que no
creía que esa fuera una cualidad de mí que a Mara le importase una mierda, pero
me callé. Porque no todos los días una niña de doce años, los de doce son los
peores, te dice que eres el mejor hermano del mundo.
Tomamos el batido, nos fuimos a casa y mientras ella hacía
espaguetis para cenar yo googleé cómo desteñir su jersey. Limpiamos el salón y pusimos la mesa, para
que cuando nuestra madre llegara a casa no tuviera que hacer nada y pudiera
tumbarse en el sofá.
Llegó, tiró el maletín en la entrada y lanzó los tacones.
Entró en la cocina con un vaso de whisky en la mano que indicaba una parada
previa en el mini-bar y se quedó en el marco de la puerta mirándonos antes de
echarse a llorar.
—Dios, chicos. Pensé que
ya habríais cenado.
Se sentó sin dar las gracias y se sirvió un plato empezando a
comer inmediatamente. Sara la miraba desde el otro extremo de la mesa con pinta
de ir a romperse a pedacitos de un momento a otro. Y yo no podía culparlas a
ninguna de las dos.
Cenamos en silencio, con mi madre muriéndose de cansancio y
mi hermana intentando no llorar. Mi madre se frotaba los párpados, mi hermana
apretaba la mandíbula. Mi madre apoyaba la cabeza en una mano y mi hermana
parpadeaba a toda velocidad.
—Sara, deberías irte a la
cama. Mañana tienes clase.
Ella solo asintió con la cabeza y se levantó echando casi a
correr a su habitación. Yo le di cinco minutos de ventaja y fui a darle un beso
de buenas noches.
Cuando volví a la cocina y me puse a recoger mi madre me
miró, reclinada en su silla con el vaso vacío en la mano y los ojos vidriosos.
Le quité el vaso de la mano, lo lavé y lo dejé sobre la encimera. Ella solo
habló cuando estaba saliendo por la puerta de la cocina.
—No sabes lo mucho que
echo de menos a tu padre.
Yo apreté los dientes y me fui a mi cuarto fingiendo que no
la había oído. Echaba de menos a mi padre, no al de Sara. Echaba de menos al
hombre que la había abandonado sin darle ninguna explicación, no al que estaba
trabajando en el extranjero para mantenerlas a ella, a su hija y a su hijastro.
Echaba de menos al hijo de puta que había hecho que yo creciese preguntándome
qué había de malo en mí para que mi propio padre no quisiese conocerme.
Di vueltas en la cama incapaz de dormirme. Ella le echaba de
menos. Me puse de pie y salí de mi cuarto, convencido de que por más que me
quedase en la cama no iba a poder dormir. Pasé por el salón y salí a la terraza
esperando que el aire frío me sentase bien.
Estaba de pie en medio de la terraza escuchando los coches
pasar por la calle y las gaviotas quejarse en el tejado. Y entonces tuve una
corazonada y me acordé de la última vez que mi madre había fumado en aquella
terraza, tres años atrás, y del paquete de cigarrillos que escondía por aquel
entonces detrás de una de las macetas.
Lo cogí, fui a la cocina a por una caja de cerillas y volví a
la terraza. Saqué un cigarrillo y lo encendí, llevándomelo a la boca mientras
el aire me apartaba el pelo de la cara y me hacía temblar ligeramente.
Mientras el humo llenaba mis pulmones notaba como iba
relajándome. Era curioso, porque me estaba envenenando, pero más que cómo si
estuviese acortando mi vida me sentía como si me estuviese dando tiempo. Al echar
el humo por la boca sentí como me despejaba, y con cada nueva calada se me
aclaraba más la cabeza. Como si el humo se enredase en mi cerebro y al echarlo
por la boca arrastrara mis problemas.
Cuando quise darme cuenta me había acabado el cigarrillo. No
sabía cuánto tiempo llevaba fumando en la terraza, pero no había pensado en mi
padre en ningún momento, así que le di un beso a la cajetilla antes de meterla
en el bolsillo de mis pantalones del pijama.
Tenía la mente clara y la cabeza despejada. Y sabía
perfectamente que era el tipo de sensación a la que podía volverme adicto sin
poner muchas pegas. Inclinándome por la barandilla dejé la vista perdida en
algún punto de la carretera. ¿Por qué cojones pasaban tantos coches de
madrugada?
“No sabes lo mucho que echo de menos a tu padre”. ¿Y por qué
no iba a echarle de menos? Aquel hombre, aquel hijo de puta, representaba su
juventud, sus mejores años. Una época en la que no tenía que preocuparse por un
hijo al que educar, por una hipoteca que pagar o por una casa que mantener. Para
ella, mi padre representaba todo lo que mi padre le había quitado.
En aquella terraza, en pijama y muerto de cansancio tomé una
de esas decisiones de antes de irte a dormir que nunca cumples al despertarte
por la mañana: encontraría a mi padre y le haría devolver cada segundo de
juventud que le robó a mi madre.
Mientras entraba en mi habitación me llegó un pensamiento de
la nada sobre cómo se parecía aquello a uno de los libros que me habían hecho
tragarme para la PAU. Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Donde la última frase de una
mujer agonizante había sido “Encuéntrale, hijo mío. Y hazle pagar todo lo que
nos debe.”
O algo así. Tenía mucho sueño.
Consciente exactamente del tipo de promesa que había hecho
cerré la puerta, encendí la luz del techo e hice la cama. No iba a ignorar esa
decisión al despertarme porque no iba a despertarme. Porque no iba a dormir.
Era una resolución estúpida, pero era la madrugada de un
martes y yo tenía demasiado sueño como para pensar con claridad. Me senté en la
mesa del escritorio, encendí la lamparilla y saqué el libro de Lengua. La Norma Panhispánica. Bien.
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Agradecimientos especiales a Pe por tener tiempo para "describirme la sensación de fumar" <3