viernes, 26 de julio de 2013

Capítulo 24:

        El martes me levanté para encontrarme una nota en la cocina que explicaba que mi madre se había ido al trabajo sin tiempo para hacernos el desayuno. Llevaba haciéndolo varias semanas así que no entendí muy bien por qué ese día dejaba una nota.

        Fui a la habitación de mi hermana para despertarla, pero ya estaba  despierta. Sentada en su cama mirando al suelo entre sus pies. Estaba vestida y tenía la mochila de clase encima de la mesa del escritorio. Y tenía los nudillos blancos de agarrar las sábanas.

—Eh, ¿pasa algo? —llamé desde la puerta.

        Levantó la cabeza, me miró con los ojos verdes empañados en lágrimas y cuando abrió la boca para hablar solo salió un quejido.

—Eh, eh, eh Sara. ¿Qué pasa?

        Me senté a su lado en la cama y le pasé un brazo por los hombros dejando que se agarrara a mi camiseta llorando. Escondió la cabeza en mi pecho y la agachó haciendo que el pelo le tapara los ojos.

—Es que, quería ponerme el jersey gris. Porque la última vez que me lo puse Diego me dijo que estaba muy guapa. —explicó separándose un poco de mí y poniéndose roja. —pero mamá lo echó a la lavadora con una de tus camisetas rojas, y ahora ya no es gris. Es rosa. Rosa feo.

        No le dije que era solo un jersey. No le dije que en África había niños muriéndose de hambre. No le dije que era una niña tonta llorando por una cosa tonta. Porque ella no era una niña tonta y yo no era un capullo.

        La gente tiene la horrible manía de compararlo y extrapolarlo todo. De juzgar con criterios universales en lugar de pararse a pensar en desarrollos personales. De minimizar tus problemas simplemente porque a ellos no les parecen bastante trágicos. La gente tiene la horrible manía de deshumanizarte y limpiarse el culo con tus circunstancias personales.

        Pero mi hermana nunca había sido gente para mí. Y yo no iba a serlo para ella. Así que le acaricié el pelo esperando a que se calmara lo bastante como para explicarme por qué el jersey era importante.

—Sé que es una tontería, pero…

—Tus sentimientos no son una tontería. —la corté. —Puedes estar alegre sin motivo, y cualquier motivo que tengas para estar alegre es válido, ¿no? Pues estando triste es lo mismo. Y si alguien te hace alguna vez sentirte avergonzada o culpable por lo que sientes, me llamas, lo mato y nos tomamos un helado.

        Aquella frase habría tenido un contexto y sentido mucho más inofensivo y bromista si yo no hubiera matado a un tío el fin de semana anterior y no tuviese absolutamente claro que cualquier persona que hiciese sufrir a mi hermana se merecía una muerte lenta y dolorosa.

—Eres el mejor. —dijo dándome un beso en la mejilla. Se pasó la mano por los ojos limpiándose las lágrimas y volvió a mirar al suelo. —Normalmente no me habría importado. Pero es que de las últimas diez veces que hemos puesto la lavadora, seis las he puesto yo, tres tú y una mamá. Y me ha teñido la ropa de rosa.

— ¿Esto es porque nunca está en casa? —pregunté entendiéndola de repente.

        No me contestó de inmediato y no dijo “sí”. No hacía falta, porque ya lo sabía.  Y yo no le dije que nunca estaba en casa porque trabajaba por nosotros, para que no tuviéramos que preocuparnos por nada y pudiéramos tener lo que queríamos. Porque ella ya lo sabía.

—La echo de menos y ni siquiera se ha ido. —dijo con un hilo de voz.

— ¿Cuánto hace que no salimos los dos solos a hacer algo? —pregunté mirando el reloj de mi muñeca. Ocho menos veinte, ya no llegábamos a clase. Antes de que me contestara me levanté y le sonreí. —Hoy no vas a clase. Vamos a patinar y a comer. Y luego busco en internet cómo arreglar tu jersey.

        Desayunamos, nos vestimos y me la llevé a la pista de patinaje sobre hielo. Convencimos a los de mantenimiento de que pusieran ‘Wannabe’ de las Spice Girls e hicimos el idiota. Yo me caí un par de veces y ella se rió a carcajadas.

        Después de patinar fuimos hasta el restaurante más caro de la ciudad. Estaba en el puerto, era de cristal azul y madera oscura. Cada mesa tenía un camarero asignado, con chaqué y pajarita. Y yo solo iba a comer allí porque era de los padres de Javi, así que Lucas y yo no pagábamos.

        Entramos y pasamos sin esperar la cola. Saludé al maître, que me chocó la mano haciendo que una señora con un abrigo que parecía dar un calor horrible frunciera el ceño y fuimos directamente a la parte de atrás.

        El padre de Javi me dio un apretón en el hombro y le dijo a Sara que estaba muy guapa, lo cual era verdad. Tenía el mismo pelo castaño oscuro que mi madre y yo, y tirabuzones naturales. Los mismos ojos verdes, y pestañas larguísimas. Y tenía hoyuelos. Que yo siempre había querido.

        Nos sentaron en una mesa en la terraza y comimos pescado mientras Sara se colgaba de vez en cuando por la barandilla para mirar los peces que nadaban entre los barcos del puerto. Y estuvo bien. Luego insistió en enseñarme una cafetería que había descubierto con una amiga y que tenía “Los batidos más ricos del mundo. En serio. Sin exagerar” así que la dejé llevarme.

        Me llevó a la misma cafetería que me había indicado Mara la última vez que la había visto. Me cogió de la mano guiándome hasta una mesa al fondo, debajo de una fotografía en blanco y negro de un chico con gafas de sol fumando que reconocí de “El Club de los Cinco” (The Breakfast Club).

        La camarera se acercó sonriente, enseñando sus brackets azules, y yo me fijé vagamente en sus ojos marrones y su pelo rubio recogido en una coleta. Sara pidió dos batidos de chocolate y cuando la camarera los trajo y fui a pagar me cortó.

—Invita la casa. —luego me guiñó un ojo, dejó sobre la mesa una servilleta con su número de teléfono y se fue sonrojada.

        Sara se rió de mí hasta que le expliqué que probablemente le daba pena porque la última vez que había estado ahí Mara me había dejado. Ahí se calló, me dio un beso en la mejilla y me dijo que si Mara me había dejado era idiota, porque era el mejor hermano del mundo. Yo iba a remarcar que no creía que esa fuera una cualidad de mí que a Mara le importase una mierda, pero me callé. Porque no todos los días una niña de doce años, los de doce son los peores, te dice que eres el mejor hermano del mundo.

        Tomamos el batido, nos fuimos a casa y mientras ella hacía espaguetis para cenar yo googleé cómo desteñir su jersey.  Limpiamos el salón y pusimos la mesa, para que cuando nuestra madre llegara a casa no tuviera que hacer nada y pudiera tumbarse en el sofá.

        Llegó, tiró el maletín en la entrada y lanzó los tacones. Entró en la cocina con un vaso de whisky en la mano que indicaba una parada previa en el mini-bar y se quedó en el marco de la puerta mirándonos antes de echarse a llorar.

—Dios, chicos. Pensé que ya habríais cenado.

        Se sentó sin dar las gracias y se sirvió un plato empezando a comer inmediatamente. Sara la miraba desde el otro extremo de la mesa con pinta de ir a romperse a pedacitos de un momento a otro. Y yo no podía culparlas a ninguna de las dos.

        Cenamos en silencio, con mi madre muriéndose de cansancio y mi hermana intentando no llorar. Mi madre se frotaba los párpados, mi hermana apretaba la mandíbula. Mi madre apoyaba la cabeza en una mano y mi hermana parpadeaba a toda velocidad.

—Sara, deberías irte a la cama. Mañana tienes clase.

        Ella solo asintió con la cabeza y se levantó echando casi a correr a su habitación. Yo le di cinco minutos de ventaja y fui a darle un beso de buenas noches.

        Cuando volví a la cocina y me puse a recoger mi madre me miró, reclinada en su silla con el vaso vacío en la mano y los ojos vidriosos. Le quité el vaso de la mano, lo lavé y lo dejé sobre la encimera. Ella solo habló cuando estaba saliendo por la puerta de la cocina.

—No sabes lo mucho que echo de menos a tu padre.

        Yo apreté los dientes y me fui a mi cuarto fingiendo que no la había oído. Echaba de menos a mi padre, no al de Sara. Echaba de menos al hombre que la había abandonado sin darle ninguna explicación, no al que estaba trabajando en el extranjero para mantenerlas a ella, a su hija y a su hijastro. Echaba de menos al hijo de puta que había hecho que yo creciese preguntándome qué había de malo en mí para que mi propio padre no quisiese conocerme.

        Di vueltas en la cama incapaz de dormirme. Ella le echaba de menos. Me puse de pie y salí de mi cuarto, convencido de que por más que me quedase en la cama no iba a poder dormir. Pasé por el salón y salí a la terraza esperando que el aire frío me sentase bien.

        Estaba de pie en medio de la terraza escuchando los coches pasar por la calle y las gaviotas quejarse en el tejado. Y entonces tuve una corazonada y me acordé de la última vez que mi madre había fumado en aquella terraza, tres años atrás, y del paquete de cigarrillos que escondía por aquel entonces detrás de una de las macetas.

        Lo cogí, fui a la cocina a por una caja de cerillas y volví a la terraza. Saqué un cigarrillo y lo encendí, llevándomelo a la boca mientras el aire me apartaba el pelo de la cara y me hacía temblar ligeramente.

        Mientras el humo llenaba mis pulmones notaba como iba relajándome. Era curioso, porque me estaba envenenando, pero más que cómo si estuviese acortando mi vida me sentía como si me estuviese dando tiempo. Al echar el humo por la boca sentí como me despejaba, y con cada nueva calada se me aclaraba más la cabeza. Como si el humo se enredase en mi cerebro y al echarlo por la boca arrastrara mis problemas.

        Cuando quise darme cuenta me había acabado el cigarrillo. No sabía cuánto tiempo llevaba fumando en la terraza, pero no había pensado en mi padre en ningún momento, así que le di un beso a la cajetilla antes de meterla en el bolsillo de mis pantalones del pijama.

        Tenía la mente clara y la cabeza despejada. Y sabía perfectamente que era el tipo de sensación a la que podía volverme adicto sin poner muchas pegas. Inclinándome por la barandilla dejé la vista perdida en algún punto de la carretera. ¿Por qué cojones pasaban tantos coches de madrugada?

        “No sabes lo mucho que echo de menos a tu padre”. ¿Y por qué no iba a echarle de menos? Aquel hombre, aquel hijo de puta, representaba su juventud, sus mejores años. Una época en la que no tenía que preocuparse por un hijo al que educar, por una hipoteca que pagar o por una casa que mantener. Para ella, mi padre representaba todo lo que mi padre le había quitado.

        En aquella terraza, en pijama y muerto de cansancio tomé una de esas decisiones de antes de irte a dormir que nunca cumples al despertarte por la mañana: encontraría a mi padre y le haría devolver cada segundo de juventud que le robó a mi madre.

        Mientras entraba en mi habitación me llegó un pensamiento de la nada sobre cómo se parecía aquello a uno de los libros que me habían hecho tragarme para la PAU. Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Donde la última frase de una mujer agonizante había sido “Encuéntrale, hijo mío. Y hazle pagar todo lo que nos debe.”

        O algo así. Tenía mucho sueño.
        Consciente exactamente del tipo de promesa que había hecho cerré la puerta, encendí la luz del techo e hice la cama. No iba a ignorar esa decisión al despertarme porque no iba a despertarme. Porque no iba a dormir.


        Era una resolución estúpida, pero era la madrugada de un martes y yo tenía demasiado sueño como para pensar con claridad. Me senté en la mesa del escritorio, encendí la lamparilla y saqué el libro de Lengua. La Norma Panhispánica. Bien. 



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Agradecimientos especiales a Pe por tener tiempo para "describirme la sensación de fumar" <3

miércoles, 17 de julio de 2013

Capítulo 23:

        El lunes me levanté a las siete de la mañana y después de dejar a mi hermana en el colegio, me fui a mi instituto. La gente se reía en la puerta, haciendo pequeños grupitos. Algunos se restregaban los párpados medio dormidos, otros aprovechaban la última calada del cigarrillo. Ninguno parecía notar que a mí me faltaba algo.

        Conseguí ignorar a Lucas y a Javi hasta lo hora del recreo, porque al hacer bachilleres distintos tampoco teníamos tantas clases en común. En cuanto salí por el portón del instituto me acorralaron.

—Mara y yo lo hemos dejado.

        Lucas lo entendió inmediatamente, a Javi tuve que darle una excusa bastante tonta diciéndole algo sobre la diferencia de edad que ni siquiera recuerdo.

        Pasé las clases en silencio evitando levantar la vista tanto como me era posible. Las voces de los profesores hacían eco en mi cabeza entrándome por una oreja y saliendo por la otra sin dejar ningún resto de información mínimamente valiosa.

        Al terminar las clases, mi tutora se tomó la molestia de recordarme que tenía cita con la psicóloga para trabajar en mi “pequeño problemilla de orientación”. Subí al tercer piso y me senté en una silla en frente del escritorio de la pirada de Melisa.

        Llevaba más de diez minutos allí sentado mirando al vacío cuando se dignó a levantar la vista de su ordenador portátil y sonreírme.

—Hoy no se te ve muy animado.

—No sé qué tiene eso que ver con mis elecciones universitarias. —La corté antes de que pudiera irse por las ramas.

—Tienes razón, perdona mi falta de profesionalidad. Estás aquí para que te ayude a escoger una carrera y eso debería estar haciendo. —anunció sorprendiéndome.

        Me pasó varios test de aptitudes e intereses profesionales y yo los rellené uno tras otro pasándoselos según los acababa. Cuando estuvieron todos terminados en un montoncito al lado de su mano, me volvió a sonreír.

—He estado mirando tu expediente. Tus notas siempre han sido bastante mediocres, pero por alguna razón no creo que te hayas esforzado mucho para conseguirlas, ¿verdad? —no esperó a que contestara y siguió hablando, ojeando el último de los test que le había dado. —Pareces un chico tranquilo. En tu expediente no hay una sola pelea o disputa con ningún compañero o profesor. Y sin embargo, la última vez que estuviste aquí sentado quedó muy claro que cuando quieres puedes morder.

        Me removí incómodo en la silla. Por eso odiaba a los psicólogos. Tú te sentabas en una silla y ellos hablaban como si te conocieran mejor de lo que tú mismo te conocías. Hablaban como si hubieran estado allí cuando tropezabas y caías, como si hubieran sufrido el dolor de tus heridas y hubieran compartido la gloria de tus victorias. Hablaban como si supiesen algo, y no sabían una mierda.

— ¿Sabes cuál es tu problema, Félix? Que dejas que la gente te pise. Se ve en los pequeños detalles. En aquella carrera de atletismo que podrías haber ganado pero en la que te dejaste adelantar porque al otro niño le hacía más ilusión; en las noches en las que le dijiste a tu amigo que no te importaba que se fuera con aquella chica dejándote solo, en cómo aunque ahora mismo nada te gustaría más que tirarme algo a la cabeza estás ahí quieto. Callado.

        Yo me quedé en silencio un momento. Negándome a plantearme siquiera que pudiera tener razón. No quería pensar en mis fallos o en mi carácter. No quería darle vueltas y vueltas a mi actitud frente a la vida. Quería irme a casa y dormir. Tampoco era tanto pedir.

— ¿Y eso qué tiene que ver con mi carrera? —pregunté intentando redirigirla.

—Mucho, la verdad. Tienes potencial, Félix. Pero no así, no ahora. Tal y como están las cosas, escogerás una carrera que te lleve a un terreno profesional seguro y poco competitivo que te ahogará en la mediocridad y donde dejarás que todo el mundo te pase por encima. Nunca serás feliz. Todas tus novias te dejarán por perdedor y acabarás volándote la cabeza de un tiro antes de cumplir los cincuenta.

        ¿Qué se contesta a eso? Parte de mi quería quedarse callado y hacerse un ovillo. Porque eso sonaba muy jodidamente probable, ¿vale? Otra parte quería decirle que cuatro años de carrera no la cualificaban para juzgarme.

—Eso es lo que haría el chico del que habla este expediente. —continuó hablando antes de que yo pudiera decir nada. —Pero el chico que vino a mi consulta a soltar comentarios sarcásticos y enfadados, el chico que está ahora sentado delante de mí, no. Ese chico está gritando que quiere ser alguien. Que quiere marcar una diferencia. Está gritando que él no se conforma con algo mediocre. Que quiere ser grande. Y yo le oigo gritar, Félix. —se levantó de la silla y rodeó su escritorio parándose de pie justo delante de mí. Yo levanté la vista para encontrarla con la suya, que parecía segura de mí respuesta a la pregunta que todavía no había hecho. —Y tengo la sensación de que tú también lo oyes. ¿Qué dices? ¿Le ayudamos?

        Estoy completamente seguro que cuando levanté la mirada de mis manos hasta sus ojos parecía un niño perdido. Recién salido de un naufragio y sin saber muy bien cómo se caminaba en tierra firme. Sin embargo esta vez no hubo mirada maternal ni de pena.

        ¿No era eso precisamente lo que había pensado la noche de la fiesta? Que no quería ser un idiota mediocre, que quería mejorar, crecer, ser alguien… ¿No me estaba ofreciendo exactamente lo que yo había pedido?

        Sabía que me había llevado exactamente a donde ella quería, que hacía rato que no estábamos discutiendo nada relacionado con mi orientación universitaria. Me sentía una mosca rodeada de tela de araña, y el último paso lo di completamente consciente de lo que hacía. Sin saber si eso me hacía un idiota o alguien inteligente.

        Le hablé de Mara, le hablé de Luka, le hablé del principio del fin. Omití lo de Lucas, porque no era mi secreto que contar. Y omití lo de Vince, porque era demasiado joven para ir a la cárcel. Simplemente le conté que un amigo me había metido en un marrón y mi novia me había dejado por ello.

—Pues si te metió en problemas y luego encima te delató no parece muy buen amigo. ¿Crees que podrías empezar por ahí? Habla con él. Déjale claro que si vuelve a joderte se arrepentirá. —me aconsejó Melisa, con el respaldo de la silla reclinado y una sonrisa reafirmante.

— ¿Me estás aconsejando que le amenace? —pregunté incrédulo.

—Te estoy aconsejando que te plantes.

        El reloj sobre la mesa anunció que ya llevaba allí dos horas y que debería irme a casa. Me levanté, cogí la mochila y me fui sin despedirme. A medida que atravesaba los pasillos vacíos del instituto en dirección a la salida, no dejaba de resonarme en la cabeza. “Te estoy aconsejando que te plantes”.

        La parte racional de mí tenía claro que eso era una mala idea. Luka era un tío grande, fuerte y rico. Quizás no el tío más inteligente del mundo, pero un tío peligroso. ¿Y yo? Yo no era nadie.

        Sin embargo, otra parte de mí… algo que había permanecido dormido durante mucho tiempo lo ansiaba. Se desperezaba en la oscuridad y lo quería. Quería que me plantase delante de Luka y le dijese que si quería mantener las pelotas intactas sería mejor que se quedase por su lado. No era lo lógico. No era lo aconsejable. No era lo seguro. No era lo mediocre… Era exactamente lo que yo quería hacer.

        No me molesté en mandarle un mensaje a Luka, porque sabía perfectamente que si le decía de quedar me evitaría. En ese momento él era un avestruz agachando la cabeza y yo un león buscando sangre. Y las piezas del puzle que se me habían perdido debajo del sofá parecían haber vuelto solas y encajado en su posición.

        Fui caminando hacia el piso de Luka con mucha calma. ¿Qué prisa había? 
La rata no saldría de su madriguera mientras se sintiera segura allí. Subí las escaleras sin agitarme y piqué a la puerta tapando la mirilla con la mano. La puerta se abrió después de unos segundos de espera y la cara de Luka al ver que era yo mereció el paseo.

—Félix tío, ¿qué tal? —preguntó incapaz de ocultar el tono de sorpresa. Mientras me saludaba hizo el amago de ir cerrando la puerta poco a poco. Luka era un cobarde, pero no me tenía miedo a mí. ¿Por qué debería?

        Me adelanté y metí el pie por el marco de la puerta, empujándola para hacerme un hueco y entrar. Él se apartó dejándome pasar, todavía receloso. Yo entré con mucha tranquilidad, caminando hacia la cocina decidido. Una vez allí cogí la cafetera y me serví una taza de café. Disfrutando de la cara de Luka de no enterarse de nada.

—Félix, no es que no aprecie tu compañía ni nada, pero ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás con Mara?

        Hijo de la gran puta.

—Oh, hemos cortado. Pero eso ya lo sabías. ¿No? —cuando fue a abrir la boca para contestar lo corté. —Ahórranos tiempo a los dos y no finjas que no. Supongo que ese fue tu agradecimiento por salvarte la vida.

        Se apoyó en la encimera, en el lado de la cocina opuesto al que estaba ocupando yo y cruzó los brazos sobre el pecho, a la defensiva.

— ¿Y qué decías que quieres?

—Siempre pensé que eras un cabrón, ¿sabes? Desde el momento en que te vi por primera vez sabía que había algo mal contigo. Me dabas una mala vibración que no me gustaba un pelo. Pensaba que eres un cabrón, pero eres un mierda.

—Oye si has venido a quejarte de que Mara te haya dejado ahórratelo. Todos sabíamos que iba a pasar. Contigo no tiene ni para empezar.

        Y la presa acorralada empezaba a morder. Así que algo estaba haciendo bien.

—Teniendo en cuenta que si no fuera por mí estarías muerto yo que tú cerraría la puta boca. —anuncié sin levantar el tono. —Te crees que eres un tipo duro. Que puedes hacer lo que te dé la gana y nunca tendrás que afrontar las consecuencias. Pero en realidad solo eres un cobarde. Me mojé por ti. Arriesgué mi propia vida por salvar la tuya. Y tú me lo pagaste corriendo a venderme.

        Dejé de hablar un momento, por si quería decir algo. Esperaba que me mandase callar, que saltase. Que por lo menos intentase defenderse. Pero solo agachó la cabeza. Yo di un trago de café y sonreí de medio lado. Había dado donde dolía.

—Desde este momento tú y yo solo tenemos una cosa en común. Y es que si no fuera por mí, estarías muerto. —dejé la taza en la encimera y me enderecé cuadrado los hombros. —Me debes la vida. Y no pienses ni por un momento que no voy a cobrármela.

        Recogí la mochila que había dejado a mis pies al coger el café y me la puse al hombro echando a andar hacia la puerta.

— ¿Quién cojones eres? —preguntó desde la cocina.

        No me giré, porque no merecía la pena. Y no le contesté, porque no lo sabía.


        Cuando salí de su portal sentía que me había quitado un peso de encima. Mara y yo no estábamos juntos, mis notas seguían siendo bastante tristes y seguía sin tener ni puñetera idea de a qué quería dedicar el resto de mi vida. Pero me sentía extramente bien. Despierto. 

viernes, 12 de julio de 2013

Capítulo 22:

        Salí corriendo a mi habitación, pasé por encima de Lucas sin prestar atención a dónde pisaba y con qué tropezaba. Me lancé a mi cama y recogí mis vaqueros de la noche anterior para sacar el móvil.

        Dieciséis llamadas perdidas de Mara. Una de Luka y una de Javi. Siete mensajes de Whatsapp. La madre que me parió, dieciséis llamadas perdidas de Mara.

        Le di a re-llamada antes que nada y me quedé allí tirado mirando al techo mientras esperaba no haberlo jodido todo.

— ¿Se puede saber qué narices te ha pasado? —preguntó la voz de Mara al otro lado de la línea. Y el tono de voz denotaba claramente enfado, preocupación, ira… Pero aun así a mí me invadió una ola de tranquilidad. Porque era la voz de Mara.

—Luka tuvo un problema con un tío, tenía mala pinta, ¿vale? No sé, me dio mala espina y fui a echar un ojo para comprobar si todo estaba bien. Lo siento, debería haberte llamado. No me di cuenta. —le solté dudando aún sí decirle cómo se había resuelto todo o no. —No intento excusarme, pero te debo una explicación.

        Hubo un silencio al otro lado de la línea, mientras Mara dudaba. Y era tan tangible que me sentí como si estuviera esperando una sentencia judicial. Como si una parte importante de mi vida estuviera siendo decidida por otros en aquel mismo momento.

—Puedes explicármelo mientras tomamos café. —decretó al final.

        Acordamos la hora y el sitio, y una vez que colgó yo sonreí como un idiota. Lucas se desperezó estirándose en su cama y me tiró una almohada a la cabeza.

—Deja de sonreír como un enamorado. Me pones enfermo. —gruñó metiendo la cabeza debajo de la almohada intentando evitar la luz que entraba por la persiana que no habíamos bajado la noche anterior.

        Supongo que la elección de palabras me habría chocado en aquel momento si mi cerebro no estuviese ya bastante ocupado intentando procesar que había matado a un tío y que tenía que explicárselo a Mara.

        Pero pasó por un filtro extraño en mi cerebro y se fundió con el resto de información relativamente conocida del día. Tenía hambre, debería ponerme a estudiar para los finales en algún momento y estaba enamorado de Mara. Nada nuevo.

        Nos levantamos. Mi madre y mi hermana estaban en el salón, desayunando cereales mientras veían dibujos animados. Saludamos y entramos en la cocina, donde hice lo más parecido a un desayuno decente que fui capaz de conseguir en el estado en que estaba.

        Desayunamos, Lucas se fue a su casa, yo recogí mi habitación. Me senté en mi escritorio delante del libro de Filosofía esperando que la información se me quedase por ciencia infusa y comimos. Me duché, me eché desodorante tres veces y me vestí.

        Mientras iba por la calle la cabeza no dejaba de darme vueltas. Estaba sudando y no sabía qué hacer con las manos. En momentos como ese realmente me tentaba la idea de empezar a fumar. No por la pose de malote ni por el aura de clase que dan los cigarrillos, sino por tener algo que hacer con las puñeteras manos.

        Mara me había dado la dirección de una cafetería en el paseo marítimo. Era pequeña, las paredes eran de ladrillo visto, en tonos grises, y estaban llenas de fotografías clásicas en blanco y negro. Había un montón de pequeñas lámparas esparcidas por el local y las mesas de cristal estaban rodeadas por sofás de color beige.

        Entré y me senté debajo de la foto del marinero besando a la enfermera y me removí en mi sitio mirando por la ventana. Una camarera con gafas de pasta y camisa de cuadros se paró delante de mí, enseñándome sus brackets azules al sonreír.

—Hola, ¿ya sabes lo que quieres? Tenemos unos tés estupendos.

—Café negro, gracias.

        No me molesté en intentar sonreír y parecer un tío educado. Estaba lo bastante preocupado como para que cualquier intento de sonrisa que hiciese en ese momento pareciera perturbador. Cuanto menos.

        Se fue y me trajo el café, quedándose alrededor más tiempo del necesario. Saqué el móvil y miré twitter, cargando la pantalla una y otra vez aunque sabía que no había nada nuevo.

        La puerta se abrió haciendo que levantara la cabeza. Mara llevaba un vestido largo de flores, y bailarinas. Tenía el pelo revuelto, como si hubiera pasado mala noche y por la mañana estuviera demasiado distraída como para peinarse.

        Me puse de pie y nos quedamos mirándonos en silencio. Parecíamos desconocidos desincronizados. Todas las tardes que habíamos pasado en su piso, moviéndonos tentativamente el uno alrededor del otro. Conociéndonos… Parecían haber desaparecido.

—Yo…

—Siéntate.

        Hablamos al mismo tiempo, pisándonos las palabras el uno al otro. Hablamos aunque ninguno de los dos quería decir nada. Porque en el fondo, tampoco queríamos que el otro lo dijera.

        Se sentó en la silla en frente de mí, sin quitarse la cazadora vaquera y dejando el bolso en su regazo. La camarera se acercó y Mara pidió una Coca-Cola antes de que pudiera sugerirle la carta de tés.

 — ¿Y bien? —preguntó mirándome a los ojos. Sé que ya os he dicho lo azules que son sus ojos, pero tengo que deciros lo tristes que parecían en aquel momento. No eran de color azul, eran del color que el mar tiene para la viuda de un pescador. Eran los ojos de una persona acostumbrada a que le quiten cosas, una persona que sabe que le van a quitar algo.

—Avisé a Eric y seguimos al tío que había visto discutir con Luka en la fiesta. Cuando llegamos al puerto estaban forcejeando. El tío sacó una pistola y apuntó a Luka. Eric se lanzó contra él, él sacó otra pistola…

—Y tú cogiste la primera y le disparaste. —terminó ella echándose hacia atrás en su silla. La camarera dejó un vaso con la Coca-Cola de Mara y volvió a marcharse a la barra. Supongo que mi cara de gilipollas se lo dijo todo, porque siguió hablando sin esperar a que se lo confirmase. —Luka me llamó hoy por la mañana. Unos cinco minutos después de que me llamaras tú. Tenía la esperanza de que no me lo hubieses contado y de que fuera a dejarte por ello.

        Tenía los hombros tan tensos que un soplo de viento me habría hecho pedacitos. Metafóricamente. O no. Estaba la hostia de nervioso.

—Sabía que era un cabrón, ¿sabes? Lo sabía desde el primer momento en que le vi.

        Levantó la vista de su Coca-Cola con lentitud y me miró a los ojos. Y en ese momento no era la Mara que yo conocía. Era al mismo tiempo una niña asustada y una vieja cansada.

        Supongo que lo supe antes de que lo dijera. Pero eso no aminoró el golpe.

—No voy a dejarte por eso. —dijo aguantándome la mirada un momento antes de volver a bajarla a las manos entrelazadas en su regazo.

        Y “no voy a dejarte por eso” no significa “no voy a dejarte”. Y no es que no me hubieran dejado antes, pero es que era Mara. Y que Luka hubiese tenido razón solo lo empeoraba todo.

—No puedo hacer esto, Félix. Lo siento. No sabes cuánto lo siento. Pero no puedo hacer esto otra vez.

        Se levantó apretando el bolso tan fuerte que sus nudillos estaban blancos. Cuando levanté la vista, pensando que si era la última vez que la veía tenía que aprovecharlo, sentí que me moría. Porque quizás no estaba llorando, pero iba a hacerlo en cuanto me diera la espalda. En el momento en que dejara de contenerse iba a llorar. Y era culpa mía.

        Salió de la cafetería dejándome sentado solo en una mesa debajo de la fotografía de un marinero besando a una enfermera.

        No puedo decir que me quedara en shock y fuera incapaz de moverme. Me levanté y pagué las bebidas que ninguno de los dos nos habíamos bebido antes de salir por la puerta y empezar a andar.

        Aunque tenía un nudo en la garganta y un dolor difícil de explicar en el pecho, no estaba en shock. No estaba destrozado. No estaba roto. No estaba histérico. Probablemente porque habían pasado demasiadas cosas en las últimas veinticuatro horas y yo todavía no asumía que Mara me había dejado.

        Caminé y caminé sin tener ni idea de a dónde iba. Rodeé la iglesia de la playa y me senté con las piernas colgando por debajo de la barandilla que evitaba que los peatones se cayeran a las rocas de esa zona de la playa.

        No sé cuánto tiempo estuve allí sentado en silencio. Mirando al mar y sin pensar realmente en nada. Escuchando su ir y venir y sintiendo que al mismo tiempo me curaba las heridas y me echaba sal en ellas.

        Una mano se posó en mi hombro en algún momento sacándome del trance. Ya había oscurecido cuando me giré y vi a un agente de policía mirándome con gesto preocupado. Tenía el pelo rubio y una barriga cervecera que me hacía dudar bastante de su capacidad de perseguir a un detenido a la fuga.

— ¿Estás bien, chaval?

        Me quedé callado. ¿Estaba bien? Físicamente no me pasaba nada, claro. Siempre había sido propenso a las alergias primaverales y tenía la tensión baja. ¿Y qué? Pero teniendo en cuenta que si en aquel momento me hubiera atropellado un coche no me habría importado una mierda, supongo que bien tampoco estaba.

—Chico, ¿estás drogado?

—Más quisiera. —repliqué sin tener en cuenta que estaba hablando con un policía que podía interpretar eso como que habitualmente compraba droga o como una falta de respeto digna de una noche de calabozo.

        Se pasó la mano por el pelo sin quitar el gesto paternal que estaba a segundos de darme arcadas y volvió a hablar.

—Acabo de terminar el turno, ¿qué te parece si te acerco a casa?

—Claro.

        Me dejó subir en la parte de adelante del coche de policía y me explicó para que servían todos los botones especiales. Supongo que yo debía de tener muy mala pinta si un policía de cuarenta años se molestaba en tratarme como a un niño pequeño.

        Cuando llegamos a mi casa el policía, Carlos, me dio una tarjeta y dijo que si algún día me metía en líos, podía llamarle.

        Subí a mi casa y pasé por el salón intentando ignorar el programa de cotilleos que le estaba fundiendo el cerebro a mi madre. Entré en mi cuarto, cerré la puerta y me dejé resbalar contra ella hasta llegar al suelo.


        ¿No os había dicho que Luka era el principio del fin? Luka era solo el principio.