Sé que esto dice muy poco de mí, pero no recuerdo la película
que fuimos a ver. Soy incapaz de recordar nada sobre la maldita película.
Recuerdo que Mara llevaba el pelo recogido en una trenza de lado y un vestido
azul. Recuerdo que su coche era negro y que cuando me subí me sentí como si
estuviésemos huyendo de la policía. Quizás porque conduce como si estuviera en
medio de una persecución.
La recuerdo a ella y recuerdo lo que me hizo sentir, y con
eso va a tener que ser bastante.
El recepcionista del restaurante donde fuimos a cenar puso
cara de querer matarme al verme en vaqueros y converse. Pero Mara le sonrió y
él no dijo nada, así que yo procuré hacerme lo más pequeño que pude y
desaparecer de camino a la mesa.
—Tengo la sensación de que
no te conozco. —comenté paseando la vista por la carta. Ella se rió, y cuando
me miró sus ojos también sonreían.
—Bueno, me llamo Mara,
tengo 19 años, estudio psicología… Mi madre era drogadicta, siempre he querido
tener un gato y me encanta “Hora de Aventuras”. No hay mucho que decir.
— ¿Te parece poco?
—No es interesante.
—resolvió con simpleza cerrando su carta y dejándola sobre la mesa.
—Si tu vida fuera un libro
yo lo compraría. —continué, sin saber muy bien por qué no cerraba la boca y
dejaba de humillarme.
—Claro que lo comprarías.
Quieres acostarte conmigo. Tú pasarías las páginas en busca de alguna escena de
pasión sórdida y desenfrenada.
La miré mal por encima de la carta, que todavía no había conseguido
leer. Porque ella tenía toda la razón del mundo y si me paraba a pensarlo sabía
que me pondría rojo.
—También apreciaría tu
poesía. Y tus puntos y tus comas. Porque los libros van de eso. De cada punto y
coma.
Esa fue la primera vez que la vi genuinamente sorprendida. La
primera vez que conseguí impresionarla. Abrió los ojos un poco más de lo normal
durante un instante y me miró como si no me hubiese visto nunca.
—Yo también me leería tu
poesía.
El camarero vino y tomó nota. Y mientras yo intentaba dejar
de sonreír como un idiota, Mara pidió vino para los dos.
—Quien no sabe nada de ti
soy yo. Podrías ser un psicópata y querer vender mi riñón en el mercado negro.
—Con la marcha que les
das, tus riñones no los compran ni en el mercadillo.
—Cuéntame algo de ti que
no sepa. —exigió ella.
Nunca se me ha ocurrido que haya nada interesante en mí.
Primero intenté pensar en algo que la impresionara, luego en algo que me
hiciese diferente… finalmente me rendí.
—Soy alérgico al marisco.
Me encantan los Beatles. Intenté aprender a tocar la guitarra pero soy un
inútil rematado… Te toca.
—A los 16 años adopté un
gato callejero. Se colaba en la ventana del cuarto que tenía encima del bar
donde trabajaba. Siempre traía pulseras, collares… le gustaban las cosas
brillantes.
— ¿Cómo se llamaba?
—pregunté, esperando obtener más información sobre ella que sobre el gato.
Me miró extrañada, como si acabara de preguntar algo muy
obvio.
— ¿Y yo qué sé? No era mi
gato.
Me eché a reír. Durante
un momento me dio igual que pensase que me reía de ella o que estaba loco.
Porque esas eran las pequeñas cosas que me gustaban de ella. Que cualquier otra
persona le habría puesto nombre al gato, o no. Pero no se habría parado a
pensar en si tenía o no derecho a ponérselo.
Y con cada gesto me apetecía más conocer cada detalle suyo.
Quería saber cómo tenía el pelo al levantarse por la mañana, si era más de
ducha rápida o de baño largo, si prefería la pizza o el kebab. Quería saber
cuáles eran sus flores favoritas, y qué música escuchaba. Y quería que ella
quisiese saber todas esas cosas de mí.
Me miró negando con la cabeza unos segundos antes de echarse
a reír también. Cuando la miré, levantando una ceja inquisitiva me cogió de la
mano.
—Empiezo a pensar que
estás peor de la cabeza que yo.
Me soltó la mano tan rápido como me la había cogido y no
volvió a cogerla en toda la noche. Lo cual no importaba, porque éramos amigos y
eso estaba bien.
Vale, eso no estaba bien. Nada bien. Pero hasta que a ella no
le pareciese la idea más horrible del planeta, yo fingiría muy convencido que
era la mejor.
Ella no me avisó de que nada hubiese cambiado, pero su mirada
era menos fría, se reía mucho más y parecía que realmente no quisiese estar en
ningún otro sitio más de lo que quería estar allí, cenando conmigo. Fue como
pasar de nivel, solo que sin el aviso de la consola y la cancioncilla de
victoria.
Mientras cenábamos continuamos con aquel intercambio. No sé
siquiera si podría llamarse conversación. “Me dan miedo los payasos.” “Siempre
sacaba dieces en clase de matemáticas.” “Odio la música pop.”
Me miró como si acabase de aterrizar en mi platillo espacial
y tuviese antenas. No recuerdo en qué momento nos habían traído la comida, pero
dejó los cubiertos en el plato y se cruzó de brazos.
—No puede no gustarte la
música pop. —declaró. Como quien asegura que el agua hierve a 100 grados.
Condicional cero.
—No me gusta. Me gusta el
rock, algo de jazz, reggae, rap… pero el pop no es lo mío.
—Eso es porque no lo has
escuchado BIEN. —me aseguró
—No creo que escuchar una
canción con una letra comercial que echan a todas horas por la radio sea muy difícil.
—contesté ofendido.
Mara sonrió de medio lado, con superioridad. Me miró como si
entendiese un chiste que yo no entendía. Exactamente igual que Teresa.
—Ah. Ese pop. —reconoció
con cierto rintintín.
— ¿Hay otro?
—Eres un
ignorante. —estableció con simpleza. — ¿Tienes algo que hacer mañana?
—Iba a quedar
con Lucas.
—A las 5 en mi
casa. Teresa viene a jugar a la play a las 9:30. Call of Duty, Resident Evil, algo de GTA…
Tu amigo puede llegar a esa hora si quiere.
Y no me había
dado cuenta de que pudiese ser aún más perfecta. Pero no pensaba quejarme.