miércoles, 20 de febrero de 2013

Capítulo 13:


        La hoja de papel era una lista de canciones. Todas pop y todas buenas. Casi ninguna era del siglo XXI, pero no me importaba mucho.

        Me pasé la siguiente semana mandándome mensajes con Mara básicamente a todas horas. Jugábamos a un juego de preguntas parecido a “verdad o atrevimiento” pero sin atrevimiento. Porque esa clase de cosas a través del móvil son difíciles.

        Era curioso como parecía incapaz de cansarme de ella. Me bebía cada nueva información sobre ella como si llevara siglos en el desierto y ella fuera maná divino. Y nunca dejaba de sorprenderme.

        Desde que… ¿salía? ¿Quedaba? ¿Me relacionaba? Con ella me notaba cambiado. Antes era mucho más tímido. Antes pensaba antes de hacer las cosas. Pero desde que la conocía, era como si un candado autoimpuesto se hubiera hecho pedazos. Así que cuando quería saber algo, le preguntaba. Y cuando quería quedar, se lo decía.

        Y supongo que eso le gustaba, porque la notaba… relajada. Ya no parecía pensar que era TAN idiota como al principio. Y no parecía tener pensado volver a abofetearme o a llamarme “príncipe azul”. Incluso Teresa había firmado la paz conmigo. Y resultaba que cuando no estaba intentando ser intimidante era incluso agradable.

        Cualquiera pensaría que ya estaba enamorado. Quizás desde el día que la conocí. Pero personalmente, cuando me preguntan por el momento en que me enamoré de ella siempre hablo del 10 de Febrero.

        Era sábado y yo no tenía nada que hacer porque Lucas tenía un estúpido partido de baloncesto fuera de la ciudad y no me apetecía quedar con ningún compañero de clase.

        Así que cuando Mara llamó con la voz temblorosa, mi único plan para el día era irme con la bici a hacer alguna pintada nueva con la que actualizar el blog. Que tenía para entonces un sorprendente número de seguidores y comentarios.

—Félix, ¿tienes algo que hacer hoy?

        “Oh, bueno, iba a hacer algún graffitti con frases de algún poeta célebre que por supuesto conoces mejor que yo para intentar que pases por alto que soy dos años menor que tú y tengo el interés de una marmota.”

—No. ¿Por? —respondí sonriendo ante mi propio pensamiento. Realmente me sentaba mal quedar con ella.

— ¿Podrías hacerme un favor?

        Ni siquiera pregunté qué favor antes de decir que sí.

—Claro.

— ¿Puedes venir a cenar a casa de mi padre hoy?

— ¿Contigo?

—No, tú solo, gilipollas.

        Mordí una sonrisa de lado negando con la cabeza.

— ¿A las nueve te va bien’

—Genial. Ven de traje.

        Tenía un solo traje, que mi madre había comprado para mi graduación en Enero porque estaba de oferta. Tuve que coger prestada una corbata de mi padre, de las que mi madre todavía guardaba en uno de los cajones de su armario. Y antes de salir de casa no pude librarme de los silbidos de mi hermana y de mi madre sacando doscientos trillones de fotos.

        Cuando estaba entrando en el ascensor me gritó que usase protección y que quería conocerla si íbamos “Tan enserio”. En el autobús me miraron como si fuese gilipollas. Me iba acostumbrando, no pasaba nada.

        Mara ya estaba en el portal cuando llegué. Llevaba un vestido granate y zapatos de tacón alto. Y seguía siendo más bajita que yo, pero era muy gracioso como pareció cabrearse al notarlo.

        En cuanto arrancó el coche empezó a sonar una de las canciones de la lista que me había pasado. “Tell Him” de Vonda Shepard. Y se puso roja, pero no quitó la canción.

        La casa del padre de Mara era una casa de campo enorme a las afueras. No era un chalet. Era como dos chalets. Uno al lado del otro. Y con otro encima. Nos abrió la puerta un mayordomo con esmoquin y nos llevó a un comedor, donde había una mesa con más cubiertos de los que yo sabía que existían.

        El padre de Mara era tal cual lo recordaba. Tenía el pelo castaño engominado hacia atrás y esta vez pude fijarme en sus ojos. Casi tan azules como los de Mara. Pero era un azul desvaído.

Su madrastra, era rubia. Llevaba un vestido demasiado corto y demasiado apretado. Y sonreía todo el rato enseñando los dientes.

        La comida estaba rica, pero se me atragantaba cada vez que el padre de Mara abría la boca. “¿Y qué dices que estudias?, así que diecisiete años… ¿Cuáles son tus planes para el futuro?, ¿Tienes pensado cortarte el pelo, hippie?”

— ¿No es súper gracioso que intentes de hacer de padre de alguien que vivió dos años en la calle antes de que te obligaran a comprarme un piso? —comentó Mara al aire antes de meterse una rodaja de carne en la boca.

        Y juro que me costó todo el autocontrol del mundo no escupir el vino que tenía en la boca. Pero desde luego la cara de su padre valió la pena.

        Fue en ese momento cuando entró la abuela de Mara, Maribel. Era una señora mayor, bajita y muy delgada. Tenía el pelo blanco larguísimo recogido en una trenza. Llegó desde la cocina con un plato de sopa y se sentó en la única silla vacía de la mesa sonriéndonos a todos.

—Tú debes de ser Félix. —saludó pellizcándome una mejilla. — ¡Ahora entiendo por qué traes a mi nieta de cabeza, guapetón!

        El padre de Mara sonrió y se dedicó a ser amable toda la cena. Y yo me relajé en la silla y me dediqué a reírme al ver como Maribel hacía que Mara se pusiera roja. Quizás aproveché para picarla un par de veces. Cuando nos acompañó a la puerta, el padre de Mara le dio doscientos euros y le dijo que si cenaba con ellos en Navidad le daría quinientos.

        No pregunté de qué iba todo el asunto del dinero, pero ella me lo contó en el coche. Al parecer, cuando la abuela de Mara obligó a su hijo a hacerse cargo de su hija o a no recibir herencia, Mara pasó de él. Cuando finalmente cedió, su padre no solo tuvo que comprarle un piso, sino que le daba dinero cada vez que aceptaba cenar con ellos para que la abuela estuviera tranquila.

        Mara me llevó a casa, y se bajó del coche para acompañarme a la puerta.

—Ha sido la cena más agradable que he tenido nunca con mi familia. —comentó estirando la mano para juntarla con la mía. —Gracias.

        No sé muy bien cómo fue que pasó. Y la verdad es que fue demasiado rápido como para analizarlo en profundidad, pero se puso de puntillas y me enganchó de la camisa tirando para inclinarme. Y me besó. Ella a mí.

—No quiero acostarme contigo y no volver a verte nunca. O sea, quiero acostarme contigo, claro que quiero. Joder, eres… Pero vaya, que quiero seguir viéndote. Todos los días. —dije lo más rápido que pude cuando se separó de mí.

—Lo sé. Yo también quiero.

        Subí a casa cinco minutos después. Con la corbata en la mano, algo de la barra de labios de Mara en la mejilla y novia. NOVIA. No amiga con derechos ni rollo de una noche. NOVIA.

        Y era ella. 

martes, 12 de febrero de 2013

Capítulo 12:


        Me desperté con el sonido de una risa al lado del oído. Abrí los ojos medio dormido y me encontré a Mara apoyada sobre uno de sus codos, mirándome muerta de la risa.

— ¿Qué te hace tanta gracia? —pregunté soñoliento.

        Ella volvió a reírse antes de contestarme.

—Llevo despierta como… 5 minutos. Y tú llevas por lo menos ese tiempo babeando. —comentó. Y con la luz del sol dándole de golpe sus ojos parecían todavía más azules que de costumbre. —No te lo tomes a mal, sé que soy increíblemente atractiva. Pero podrías controlarte un poco, ¿sabes?

        Me llevé una mano a la boca de manera perezosa y comprobé que tenía razón. Levantándome de golpe para maniobrar metí la mano en mis vaqueros en busca de un pañuelo de papel,  haciéndola caer hacia atrás y rodar por el suelo. Todavía muerta de la risa.

        Me limpié los restos de saliva sin conseguir que dejara de reírse, despatarrada por el suelo. Se quedó mirándome con una sonrisa cómoda mientras se enroscaba en las mantas, que sobresalían bastante del colchón.

—Hay una bandeja con café y galletas en el escritorio. Podías traerla si tienes intención de andar rodando por mi habitación. —comentó distraídamente mientras se estiraba sobre la pila de almohadas que tenía tiradas a la cabecera de la cama.

        Me puse de pié y recogí la bandeja, con dos tazas de café, una jarra con leche, un azucarero, galletas y un sobre de caco en polvo. Mientras la llevaba hacia el colchón para posarla me reí.

— ¿Cuánto tiempo dices que llevas despierta? —pregunté incrédulo.

—Bueno, despierta igual llevo una hora. Pero despierta y aquí arriba cinco minutos.

        Dejé la bandeja encima de las almohadas y me fijé por primera vez en la “pared” delante de mí. Mara tenía razón. Era la leche.

        El sol golpeaba el cristal del invernadero desde la pared del escritorio, así que desde donde estábamos podíamos verlo todo iluminado sin ningún reflejo.

        Al ser el edificio más alto de la zona, podían verse los tejados de todas las casas de alrededor, sus chimeneas y claraboyas. Más allá del barrio antiguo, hacia la derecha, se veía la playa y un pedacito del restaurante del puerto. Y hacia la iglesia, las torres de la catedral del paseo marítimo tenían las campanas a nuestra altura.

        Era una sensación extraña. Porque te sentías enorme allí arriba, viéndolo todo. Pero también te sentías diminuto. Como si no fueras más que otra pieza del entorno. Como si encajaras en el cuadro general.

—Primero los Beatles y ahora esto. Para que digas que nunca te enseño cosas bonitas.

        No pude evitar sonreír mientras la miraba. Tenía el pelo negro despeinado, y los ojos soñolientos. Y la camiseta no era lo bastante larga como para evitar que se le vieran las piernas increíblemente blancas y las bragas de…

— ¿Snnopy? ¿En serio? Bueno, sí que me enseñas cosas bonitas. —comenté riéndome.

        Me pegó un manotazo en el hombro y se estiró boca abajo echando mano de una de las galletas y llevándosela a la boca.

        Pasamos la mañana tirados en su cama, con la vista perdida en la ciudad. Casi no hablamos, pero creo que a ninguno nos apetecía. Estábamos bien, era cómodo. Yo estaba perdido pensando en todas las casas que se veían desde allí arriba. En todas las vidas de todas las personas que separaban la habitación de Mara del mar.

        Sonreí pensando que estaba empezando a volverme tan loco como ella.

      Hacia el mediodía, cuando me fui a comer. Mara me dio un beso en la mejilla. Me puso en una mano la bolsa de basura para que la bajara, en la otra una hoja de papel doblada.

        Esperó en la puerta hasta que entré en el ascensor. Y yo no podría haber estado más contento ni podría haber sonreído como si fuera más gilipollas. 

domingo, 3 de febrero de 2013

Capítulo 11:


        Se lo comenté a Lucas a la mañana siguiente, cuando los dos estábamos pintando otra de las frases en una pared del centro. Primero me dio una colleja gruñéndome “¡Los Beatles, mamón!”.

        Hicimos la foto y él se puso a subirla en el blog mientras yo intentaba quitarme la puñetera pintura de las manos. Él quedó de pasarse a las 9:30 llevando cerveza y yo me largué a casa a estudiar para mi examen de historia del lunes.

        Me duché y me cambié 3 veces la camisa. Me puse colonia, loción para después del afeitado y todas las movidas que se me ocurrieron. A las 4:00 estaba listo y tirado en la silla de mi cuarto mirando mis apuntes sobre la dictadura de Primo de Rivera sin ver nada realmente.

        A las 5 en punto estaba llamando a su puerta con una bandeja de pasteles que me había pedido que pillara por el camino. Y nos sentamos en su salón, que tenía más muebles que otros días y me enseñó “El pop bueno que no conoces porque eres un cretino”. Y me gustó.

        Nos reímos tirados en su sofá, al que empezaba a acostumbrarme, y comimos pasteles. Escuchamos a los Beatles y le concedió un punto positivo a Lucas por haberme dado una colleja.

        Lucas y Teresa llegaron a las 9:30 justas. Juntos. Según abrí la puerta salían del ascensor riéndose a carcajada limpia. Le miré a los ojos intentando que me contestara, pero Teresa me dio un puñetazo en el hombro pasando a mi lado por la puerta y gritándole algo a Mara.

—Tío, ¿Qué cojones? Es una loca peligrosa.

        Lucas rodó los ojos y me puso un pac de cervezas en las manos.

—Es una loca peligrosa que está muy buena. Eh, y soy un cielo. —comentó riéndose mientras me guiñaba un ojo y se largaba hacia la cocina dejándome con cara de gilipollas en la puerta.

        Cenamos pizza acoplados en los sofás y no paramos de reírnos y Teresa solo me lanzó una mirada amenazante una vez, por lo que considero la noche un éxito personal.

        Reconozco mas impresionado que avergonzado que nos dieron una paliza. Lucas y yo no ganamos ni una partida a nada. Perdimos hasta en el FIFA. Una humillante vez tras otra. Y ellas se rieron, y no dejaron pasar ninguna oportunidad para ponernos a parir. Pero fue divertido.

        Hacia las 12 Teresa se ofreció a acercar a Lucas hasta su casa y yo llamé a mi madre diciéndole que me quedaba a dormir en casa de un amigo. No preguntó de cual, tampoco es como si tuviera muchos.  

        Mara y yo nos quedamos despiertos hasta cerca de las dos de la mañana porque ponían Pulp Fiction y eso es algo sagrado. Cuando acabó Mara guardó lo que quedaba de helado en el congelador y salimos a la terraza.

— ¿Vas a congelarme para luego tirar mi cuerpo por la barandilla? Solo es un 12, me encontrarían casi entero. —comenté viéndola sacar un cigarrillo de la pitillera plateada que descansaba encima de una mesilla de jardín.

—Dime que no fumas. —suplicó mirándome mientras se ponía el cigarrillo en la boca y lo encendía con una cerilla.

—No fumo.

—Chico listo. Más que yo, por lo menos.

        Le sonreí y ella me sonrió de vuelta. Y nos quedamos allí en su terraza, desde la que se veían todas las lucecitas del casco antiguo brillando. Me incliné sobre la barandilla y me fijé en el graffiti que había justo en frente de su portal.

—Miré el blog que me pasaste. Muy interesante el tío ese. Se ve que sabe lo que hace.

        Mara se rió apoyando la espalda contra las ventanas que daban a su salón.

—No sabe hacer graffitis. La pintura siempre está algo corrida y se ve que no usa plantillas. Pero hace arte y eso es lo que cuenta, ¿no?

        Se acabó el cigarrillo mientras discutíamos si “el tío ese” era o no un artista. Tiró la colilla en un cenicero y trepó por una escalerilla metálica que llevaba hacia la azotea.

        En la parte de arriba me quedé con la boca abierta mirando un invernadero. Las paredes eran de cristal, y la iluminación venía tan solo de lamparillas de mesa colocadas estratégicamente en el suelo.

        El suelo estaba completamente cubierto por varias capas de alfombras que no estaban conjuntadas. En la parte de la derecha había un colchón sin somier y por lo menos 15 almohadas. En frente había varios armarios y una estantería llena de libros.

        Entró y encendió uno a uno los calefactores que había repartidos por la… habitación. Antes de tirar sus vaqueros por algún lado del suelo y meterse en la cama tapándose hasta la barbilla con el edredón.

—¿Vienes o qué? —preguntó volviendo a mirarme como si fuera idiota.

        Yo entré y cerré la puerta. Y me fijé en las cortinas que había repartidas por toda la estructura. Me descalcé y me metí en la cama con vaqueros y camiseta.

        Mara me abrazó apoyando la cabeza en mi pecho y yo me fijé en el techo de cristal y en lo negro que parecía el cielo.

—No tengo muy claro como de socialmente aceptable es lo que voy a decir, pero si esto te parece muy de calientapollas puedes dormir en el sofá. A mí me da igual. Te traje porque ver amanecer desde aquí es la leche.

        Y podría sonar ofensivo. Pero realmente no era de calientapollas, porque hacía frío y ella estaba calentita y había dejado más que claro que no quería nada conmigo. Y porque quería enseñarme algo que a ella le gustaba. Estaba compartiendo cosas conmigo. Estaba dejando que la conociera.

        Estaba haciendo algo bien.

— ¿Quieres callarte? Algunos queremos dormir.

        No la vi sonreír, pero sé que lo hizo. Me crují el cuello, cerré los ojos y me concentré en el olor a limón y a incienso que parecía llegar de todas partes.