martes, 12 de febrero de 2013

Capítulo 12:


        Me desperté con el sonido de una risa al lado del oído. Abrí los ojos medio dormido y me encontré a Mara apoyada sobre uno de sus codos, mirándome muerta de la risa.

— ¿Qué te hace tanta gracia? —pregunté soñoliento.

        Ella volvió a reírse antes de contestarme.

—Llevo despierta como… 5 minutos. Y tú llevas por lo menos ese tiempo babeando. —comentó. Y con la luz del sol dándole de golpe sus ojos parecían todavía más azules que de costumbre. —No te lo tomes a mal, sé que soy increíblemente atractiva. Pero podrías controlarte un poco, ¿sabes?

        Me llevé una mano a la boca de manera perezosa y comprobé que tenía razón. Levantándome de golpe para maniobrar metí la mano en mis vaqueros en busca de un pañuelo de papel,  haciéndola caer hacia atrás y rodar por el suelo. Todavía muerta de la risa.

        Me limpié los restos de saliva sin conseguir que dejara de reírse, despatarrada por el suelo. Se quedó mirándome con una sonrisa cómoda mientras se enroscaba en las mantas, que sobresalían bastante del colchón.

—Hay una bandeja con café y galletas en el escritorio. Podías traerla si tienes intención de andar rodando por mi habitación. —comentó distraídamente mientras se estiraba sobre la pila de almohadas que tenía tiradas a la cabecera de la cama.

        Me puse de pié y recogí la bandeja, con dos tazas de café, una jarra con leche, un azucarero, galletas y un sobre de caco en polvo. Mientras la llevaba hacia el colchón para posarla me reí.

— ¿Cuánto tiempo dices que llevas despierta? —pregunté incrédulo.

—Bueno, despierta igual llevo una hora. Pero despierta y aquí arriba cinco minutos.

        Dejé la bandeja encima de las almohadas y me fijé por primera vez en la “pared” delante de mí. Mara tenía razón. Era la leche.

        El sol golpeaba el cristal del invernadero desde la pared del escritorio, así que desde donde estábamos podíamos verlo todo iluminado sin ningún reflejo.

        Al ser el edificio más alto de la zona, podían verse los tejados de todas las casas de alrededor, sus chimeneas y claraboyas. Más allá del barrio antiguo, hacia la derecha, se veía la playa y un pedacito del restaurante del puerto. Y hacia la iglesia, las torres de la catedral del paseo marítimo tenían las campanas a nuestra altura.

        Era una sensación extraña. Porque te sentías enorme allí arriba, viéndolo todo. Pero también te sentías diminuto. Como si no fueras más que otra pieza del entorno. Como si encajaras en el cuadro general.

—Primero los Beatles y ahora esto. Para que digas que nunca te enseño cosas bonitas.

        No pude evitar sonreír mientras la miraba. Tenía el pelo negro despeinado, y los ojos soñolientos. Y la camiseta no era lo bastante larga como para evitar que se le vieran las piernas increíblemente blancas y las bragas de…

— ¿Snnopy? ¿En serio? Bueno, sí que me enseñas cosas bonitas. —comenté riéndome.

        Me pegó un manotazo en el hombro y se estiró boca abajo echando mano de una de las galletas y llevándosela a la boca.

        Pasamos la mañana tirados en su cama, con la vista perdida en la ciudad. Casi no hablamos, pero creo que a ninguno nos apetecía. Estábamos bien, era cómodo. Yo estaba perdido pensando en todas las casas que se veían desde allí arriba. En todas las vidas de todas las personas que separaban la habitación de Mara del mar.

        Sonreí pensando que estaba empezando a volverme tan loco como ella.

      Hacia el mediodía, cuando me fui a comer. Mara me dio un beso en la mejilla. Me puso en una mano la bolsa de basura para que la bajara, en la otra una hoja de papel doblada.

        Esperó en la puerta hasta que entré en el ascensor. Y yo no podría haber estado más contento ni podría haber sonreído como si fuera más gilipollas. 

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