domingo, 30 de diciembre de 2012

Capítulo 6:


        Los días siguientes se hizo habitual que pasara más tiempo en casa de Mara que en la mía. Era algo raro, porque no se podía decir que fuéramos exactamente amigos, pero definitivamente no éramos nada más. Y no parecíamos ser nada menos.

        Matábamos el tiempo jugando a shooters en su salón, hablando de tonterías, cenando comida basura mientras veíamos pelis de acción… Incluso me ayudaba a veces con la tonelada insomne de deberes que me habían mandado para vacaciones. Nos sentábamos en el suelo frente a la mesa de cristal que tenía entre los sofás y la tele, y cuando terminábamos aquello parecía un campo de guerra lleno de papeles.

Resultó que estaba estudiando Psicología en la universidad. “Para entender mejor al mundo”, me respondió cuando pregunté por qué había escogido la carrera. Y a mí, que no tenía ni idea de qué quería hacer con mi vida y tenía que decidirlo para Mayo, me pareció la respuesta más legítima que había oído en mi vida.

No me costó nada acostumbrarme al sonido de su risa, o a sus piernas encima de su regazo mientras estábamos viendo la tele en su sofá. No me costó acostumbrarme a su voz, cargada de un acento que no conseguía identificar, leyendo en voz alta libros de los que yo no había oído hablar en mi vida.

—Podría acostumbrarme a esto, ¿Sabes? —me dijo parando de repente en medio de un párrafo de “El retrato de Dorian Gray” que me habían encasquetado en inglés para leer en vacaciones. —A tenerte por aquí. Es agradable. Desde que me mudé la única que viene es Tessa.

— ¿Quién es Tessa? —pregunté dispuesto a aprovechar cualquier resquicio de información personal que me diese.

—Un día, poco después de que mi madre muriese, yo estaba bastante mal. Mi padre se había puesto en contacto conmigo por primera vez porque si no se encargaba de su hija no podría cobrar la herencia de su madre. Y bueno, yo tenía 16 años y era una cría tonta… Así que decidí que iría caminando hasta el puente que cruza el río, al lado de la estación de tren. Y que si nadie me sonreía en el camino, me tiraría.

        Quería decirle algo. Porque cuando alguien te dice que pensó en suicidarse, tienes que decir algo. Es ese momento en las pelis en que el chico le acaricia la cara y dice algo como “Me alegro de que no lo hicieras, Janet. No podría vivir sin ti.”, porque la chica siempre tiene un nombre repipi. Pero yo me quedé callado. Porque sentí que cualquier cosa que yo dijera sería irritante e irrelevante. Así que la dejé seguir.

—Acababa de poner un pie en la acera del puente cuando choqué con una chica pelirroja cargada de libros. Nos caímos las dos de culo al suelo y el archivador que llevaba en las manos se cayó al río. —continuó mirando al techo, o a la mesa. O a cualquier punto excepto a mí. —Ella se echó a reír y me ayudó a levantarme sonriendo. Me dijo “Chica, ese archivador llevaba un trabajo de 43 páginas sobre Platón. Me debes un café.” Y podría haber considerado que no me sonrió antes de llegar al puente y haber saltado. Pero supuse que ciertamente le debía un café, así que la acompañé. Y para cuando acabamos yo ya no quería morir.

— ¿Tessa como abreviatura de Teresa? —fue todo lo que dije. Porque quería que ella supiera que el hecho de que hubiera intentado matarse antes de conocerme no cambiaba nada.

        Mara sonrió y me miró a los ojos contenta con mi elección.

—Sí. Teresa, la que me sonrió. Tengo que presentártela, príncipe azul.

        Y probablemente no venía a cuento, pero me incliné y le di un beso en la boca. Suave, y lento. Sin exigencias, sin prisas, sin preguntas.

        Y quizás fue un milagro navideño, pero me lo devolvió. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

Capítulo 5.


        Podría hacerme el duro y fingir que no me pasé la semana siguiente pensando en ella. Y podría ahorrarme la humillación de admitir que en lugar de estudiar Literatura me pasé las horas muertas escribiendo su nombre en los márgenes del libro de lengua. Pero me parece ridículo estar escribiendo esto si luego ando cambiando las cosas.

        La siguiente vez que la vi fue el día de Noche Buena. Mi madre me había obligado a salir de casa para que no molestase mientras ella lo preparaba todo. Así que después de dejar a mi hermana en casa de una amiga y de comprobar que todos mis amigos tenían planes, me dediqué a dar vueltas por la ciudad.

       Estaba sentando en un banco de la avenida principal, escuchando música mientras leía el libro que nos habían mandado para vacaciones. Y el libro era aburridísimo y empezaban a dolerme las manos del frío. Estaba a punto de meterme en cualquier cafetería a matar el tiempo en twitter hasta la hora de recoger a mi hermana cuando una sombra me tapó el suave sol de invierno.

— ¿Cómo es que siempre te encuentro por ahí tirado? —preguntó ella con la voz dulce de siempre. Y vale, era improbable que la voz le hubiese  cambiado de una semana para otra, pero no pude evitar agradecer que siguiese igual.

—Será que siempre andas por ahí tirada. —contesté quitándome los cascos y entornando un poco los ojos para verla. — ¿Qué haces aquí?

—La compra. —señaló ella levantando las bolsas del supermercado que cargaba en ambos brazos. — ¿Qué tal si haces de caballero andante, que sé que te gusta, y me llevas la bolsas? Prometo darte chocolate caliente.

        No tardé un segundo en saltar del banco para coger parte de las bolsas y echar a andar con ella. Al principio me sentí como un completo imbécil que sigue a una loca que evidentemente no quiere nada con él como un perrito faldero. Se me pasó bastante rápido cuando ella empezó a contarme sus planes.

        Se pasaría la tarde cocinando para una amiga. Luego cenarían y verían películas clásicas navideñas. Su amiga traería un karaoke para la Wii y cuando estuviesen lo suficientemente borrachas cantarían canciones de Disney hasta dormirse.

        Y por deprimente que suene, eso parecía 3000 veces más interesante que mi cena familiar. Quiero decir, no es como si no supiese ya que todos estaríamos en silencio la mayor parte del tiempo; que mi abuela criticaría la cocina de mi madre y le diría que ha engordado, que mi hermana diría que le dolía la barriga y se iría a su cuarto y que yo acabaría consolándola hasta que dejase de llorar y se durmiese.

        La acompañé hasta su casa, un viejo edificio del centro de la ciudad, sin ascensor, y le subí las bolsas. Tenía un llavero con un diminuto peluche de Godzilla. Abrió la puerta y me dejó pasar primero. No tenía muy claro qué había esperado, pero su casa era bastante normal.

        La puerta daba directamente a un salón bastante grande, con una mesa de comedor a un lado y una televisión y varios sofás al otro. Al fondo una puerta que dejaba entrever un cuarto de baño lleno de azulejos rosas y una barra americana dando a la pequeña cocina. Había una puerta cerrada al fondo, con un cartel pegado en la parte de fuera. “Life is fucked anyway.”

—Déjalas ahí mismo ya lo recogeré luego. —dijo mientras tiraba su abrigo y sus guantes en uno de esos sofás.

        Cumplió su oferta del chocolate y pasamos el resto de la tarde tirados en su sofá hablando. Y hablamos de nuestros superhéroes favoritos, de su trabajo, de mis profesores… Hablamos de mi familia, y de que ella siempre había querido un gato.  Intercambiamos los números de teléfono y hablamos de cientos de tonterías inconexas que nos acercaron un poco más el uno al otro.

        Cuando mi hermana llamó para que fuera a recogerla, Mara me acompañó hasta la puerta y esperó a que me pusiera el abrigo. Cuando ya estaba en el pasillo del ascensor, ella se puso de puntillas y me dio un beso en la comisura de los labios. En ese punto exacto donde no se sabe si es boca o mejilla, porque ella siempre tiene que ser complicada.

—Felices fiestas, príncipe azul.

        Esa noche, me dio igual que mi abuela fuera una vieja estirada que vivía para amargar a mi madre. Me dio igual que mi madre viviera para impresionar a una señora que había pasado de ella toda su vida. Me dio igual que la comida estuviese un poco sosa y que nadie hablase.

        Y cuando mi hermana se fue a llorar a su cuarto, me fui con ella. Me senté en su cama y le hablé de Mara. De cómo su nombre sabía a caramelo y ella era el contraste más armónico que hubiese visto en mi vida. Ella dejó de llorar y escuchó. Como si le estuviese contando un cuento.

Finalmente se durmió con una sonrisa tras decir que se alegraba por mí. Yo despedí a mi abuela en la puerta, le llevé un vaso de agua y una aspirina a mi madre y coloqué el regalo que le había comprado a mi hermana debajo del árbol. 
Antes de irme a dormir, me estiré a por el móvil en la mesita de noche y escribí un Whatsapp rápido.

Félix: Felices fiestas, April.

        No me había dado tiempo a posar el móvil cuando recibí la contestación.

Mara: Estoy borracha. Sueña cosas bonitas.

domingo, 16 de diciembre de 2012

Capítulo 4.


        Era el último día de clase antes de las vacaciones de navidad, y yo era un estudiante de Segundo de Bachiller agobiado por los exámenes y con ganas de quemar todos mis libros. O al menos de dormir más de 6 horas una noche. Eso sería bastante.

        Estaba sentado solo en una cafetería cerca de la plaza, porque si alguno de mis amigos llegase algún día a la hora acordada explotaría. La gente pasaba por la calle sin pararse a mirar a los lados. Todos con abrigos largos, gorros, guantes y bufandas. La gente era un coñazo. Me fijé en las hojas del suelo a través de la cristalera  y me quedé mirándolas dar vueltas hasta que noté vibrar mi móvil.

Lucas: Llegamos 20 minutos tarde, perdimos el bus. Lo siento.

        La camarera me trajo el cappuccino que había pedido hacía diez minutos y me sonrió con condescendencia. Siempre me ha parecido curioso cómo te mira la gente cuando vas solo a alguna parte. Como si nadie te quisiera, como si fueras un alma solitaria y estuvieses abandonado en el mundo. Como si ellos no estuviesen solos.

— ¿Esperando a alguien? —la voz llegó desde la mesa de mi derecha. Desde la boca perfectamente pintada de rojo de una chica con el pelo increíblemente negro y los ojos azules.

— ¿Si te contesto vas a abofetearme? —pregunté echándome hacia atrás en la silla para verla mejor.

        Ella dejó escapar una risa suave y se levantó cogiendo su chaqueta y su taza de café para sentarse en una de las sillas frente a mí.

—Perdona lo del otro día. Me hiciste un favor y quizás no debería haberte abofeteado.

        Eso parecía lo más cerca que iba a estar de recibir una disculpa real, o de que ella aceptase que no es normal besar a la gente por la calle y luego abofetearla, así que asentí. Ella sonrió.

— ¿Quién era ese tío?, si puedo preguntar.

—Mi padre.

        No pensaba que fuese a ser tan fácil obtener una respuesta. De hecho, mi cerebro no conseguía terminar de procesar que estuviésemos tomando café.

— ¿Mala relación?

—Dejó a mi madre colgada cuando se quedó embarazada de mí. —dio un sorbo a su café y luego me atravesó con sus ojos azules. —No pongas esa cara. ¿Por qué iba a hacer el esfuerzo de mentirte? Te lo cuento porque tu opinión me importa una mierda.

        Cada instante que pasaba con ella me parecía más rara, más borde, más hiriente… y me intrigaba más. Si fuese cualquier otra persona me habría ofendido y le habría contestado. Pero quería saber por qué ella andaba lanzando mordiscos al aire. Por qué parecía estar tan llena de odio.

—Tenía pinta de ser un gilipollas.

        Ella sonrió y pareció volver a relajarse en su silla. Era posiblemente la situación más surrealista de mi vida. Y sin embargo todo encajaba. Por primera vez en mi vida, todo parecía ser como tenía que ser. Todo iba bien. Todo estaba bien, y yo estaba bien con ello.

— ¿No vas a preguntarme cómo me llamo? —preguntó ella después de unos minutos en silencio.

—Sé cómo te llamas, April. —dije haciéndola reír otra vez. — ¿Qué?

—Nadie da su nombre de verdad en una cafetería en la que te llaman a gritos. —aseguró convencida.

—Yo sí. ¿Cómo te llamas?

—Mara.

        Era un nombre bonito. Sonaba redondo y dulce en la boca, como un caramelo. Y tenía ganas de decirlo en voz alta una y otra vez hasta derretirlo.

—Yo me llamo Félix.

        Mara sonrió y extendió la mano hasta mi taza para darle un sorbo a mi capuchino. Casi en cuanto le tocó los labios puso mala cara y volvió a dejarlo en mi plato.

        La puerta de la cafetería se abrió dejando pasar a mis amigos, armando jaleo y riéndose en voz alta. En cuanto les vio, Mara se levantó y se puso la chaqueta.

—Nos vemos, Félix. —se despidió agarrando el bolso y saliendo por la otra puerta antes de que me diera tiempo a decirle nada más.

        Y probablemente debería sentirme al menos un poco culpable por haberme pasado la tarde ignorando a mis amigos y pensando en ella. Y en que pasar las tardes viéndola sonreír detrás de su taza de café parecía el mejor plan de futuro que había hecho en mi vida. 

domingo, 9 de diciembre de 2012

Capítulo 3.

        La segunda vez que la vi me pegó una bofetada.

        Era otoño, y llovía y hacía frío. Y yo nunca habría salido de casa si mi madre no me hubiese obligado a ir a comprar batido para mi hermana, que tenía 7 años y muchos caprichos.

        El caso es que yo iba por la calle, con la bolsa del supermercado en una mano y el paraguas en la otra. Y llevaba puestos los cascos del Ipod y la música demasiado alta. Porque si no la llevo alta escucho a la gente hablar por la calle, y me cabrean bastante sin sonido, como para además tener que escuchar sus vidas.

        Y ella me vio y se acercó y me quitó los cascos y me dio un beso en la boca.

— ¡Te he echado tanto de menos! Podrías empezar a llegar antes, ¿sabes, cariño?

        Y no sabía, porque me llevó unos segundos darme cuenta de que era la chica del café y que me acababa de llamar cariño. Pero me miraba suplicando con los ojos y eran unos ojos muy azules así que sonreí y la tapé con mi paraguas.

        Ella echó un vistazo por encima del hombro saludando a un tipo con traje y cara de vendedor puerta a puerta. Él se acercó con aspecto tenso y me tendió una mano enguantada que estreché sonriente.

—Bueno, se te ve bien acompañada. Mejor me voy. Ya hablaremos de lo de navidades.

—Vamos a pasarla con sus padres. —cortó ella colgándose de mi brazo. Olía a limones y su pelo me hizo cosquillas en el cuello cuando poyó la mejilla en mi hombro.

        El hombre sonrió por puro compromiso una vez más antes de darse la vuelta y echar a andar por la calle ancha. A mí se me empezaba a dormir la mano con la que sujetaba la bolsa y ella se separó sin brusquedad.

—Gracias. Perdona el marrón. —explicó mirándome con una sonrisa ligera.

No era la sonrisa que le había dado al tío del traje. Era más como la que le dio a la chica de la cafetería.  Me lo tomé como una buena señal y cogí aire antes de hacer una de las cosas más estúpidas de mi vida.

— ¿Te gustaría quedar algún día para tomar café? —pregunté de un tirón haciéndola detenerse calle abajo.

        Se giró y volvió hacia mí con pasos calmados y tranquilos. Se detuvo justo delante de mí y me miró a los ojos con una mirada calculadora. Como si estuviese intentando decidir si me reía de ella o simplemente era idiota.

        Luego me dio una bofetada amortiguada por sus guantes de lana.

—Que te haya besado no implica que quiera nada contigo. ¿En qué mundo vives?

        Ella echó a andar calle abajo negando con la cabeza y yo me quedé allí parado tocándome la mejilla abofeteada hasta que una señora chocó conmigo mascullando algo sobre críos idiotas ocupando toda la calle.

        Me fui a casa y le preparé el batido a mi hermana con el resto de la merienda. Porque mi madre estaba demasiado ocupada con algo del trabajo como para hacerles caso a sus hijos. Ella me dijo que por después de tanto tiempo podría haber aprendido a no quemar los sándwiches y yo le di la razón.

        Cuando me acosté aquella noche seguía sintiendo el tacto de su boca contra la mía. Como un miembro fantasma. Como si fuera una parte de mí que me hubieran arrancado de cuajo. No me molestó la bofetada. Probablemente, si aceptase tomar café con el primer tío que se lo pide por la calle habría perdido casi todo el encanto que tenía.

domingo, 2 de diciembre de 2012

Capítulo 2.


     La primera vez que la vi tuve que tomarme un momento para verla. Durante un instante, me pareció absolutamente necesario detener mi vida en medio de su rutina diaria para observarla. Para darle la atención que merecía.

        Fue en una de esas cafeterías de modernos en las que tienes que dejar tu nombre para recoger un café con tantos agregados que apenas tiene cafeína en un vaso cutre de plástico con una etiqueta. Y si no hubiese dedicado un segundo de más a mirarla probablemente me habría contentado con la opinión de que era tan estúpida y pretenciosa como todos los idiotas que íbamos allí.

        Estaba sentada en un sillón de cuero blanco, mostrándose notablemente cómoda mientras leía un libro ajado sobre su regazo. Completamente ajena al mundo a su alrededor. Al menos tanto como el mundo a su alrededor parecía ajeno a ella.

        Su pelo era de un negro impecable, muy liso y muy largo, porque ella todo lo tenía en exceso, y destacaba sobre su piel, la más blanca que hubiese visto en mi vida. Me parecía increíble que nadie más la estuviese mirando, porque yo nunca había visto un pelo más negro, una piel más blanca, o una armonía tan completa. Pero nadie la miraba, así que yo intenté integrarme en la multitud, y fingiendo que no seguía observando de reojo, me uní a la cola.

        La fila avanzaba y los nombres sonaban. Mark tenía pinta de Mark. Elisabeth tenía más cara de Paula que otra cosa. Georgina debería empezar a comer más. Mr. Gollightly tenía, obviamente, muy buen gusto en cine… Cuando conseguí pararme delante del mostrador una de las camareras se giró con un vaso en la mano y tras leer la etiqueta alzó su voz por encima del resto.

—¡April!

        Ella dejó el libro encima de la mesa y se acercó al mostrador a recoger el café. Caminaba de manera cuidadosa y llena de gracia, como si fuese una flor delicada que apenas necesitase pisar el suelo. Aceptó el vaso sonriente y se apartó para volver a su mesa.

        Mientras giraba, su mirada se cruzó con la mía un segundo y perdí todo el aire de los pulmones. Porque si pensaba que su pelo era muy negro, no sabría describir cómo de azules eran sus ojos.

        Os diré 2 cosas que yo no sabía en aquel momento: el libro era La ladrona de libros, de Markus Zusak. Y April era la mujer que cambiaría mi vida.