Los días siguientes se hizo habitual que pasara más tiempo en
casa de Mara que en la mía. Era algo raro, porque no se podía decir que
fuéramos exactamente amigos, pero definitivamente no éramos nada más. Y no
parecíamos ser nada menos.
Matábamos el tiempo jugando a shooters en su salón, hablando
de tonterías, cenando comida basura mientras veíamos pelis de acción… Incluso
me ayudaba a veces con la tonelada insomne de deberes que me habían mandado
para vacaciones. Nos sentábamos en el suelo frente a la mesa de cristal que
tenía entre los sofás y la tele, y cuando terminábamos aquello parecía un campo
de guerra lleno de papeles.
Resultó
que estaba estudiando Psicología en la universidad. “Para entender mejor al
mundo”, me respondió cuando pregunté por qué había escogido la carrera. Y a mí,
que no tenía ni idea de qué quería hacer con mi vida y tenía que decidirlo para
Mayo, me pareció la respuesta más legítima que había oído en mi vida.
No
me costó nada acostumbrarme al sonido de su risa, o a sus piernas encima de su
regazo mientras estábamos viendo la tele en su sofá. No me costó acostumbrarme
a su voz, cargada de un acento que no conseguía identificar, leyendo en voz
alta libros de los que yo no había oído hablar en mi vida.
—Podría acostumbrarme a
esto, ¿Sabes? —me dijo parando de repente en medio de un párrafo de “El retrato
de Dorian Gray” que me habían encasquetado en inglés para leer en vacaciones.
—A tenerte por aquí. Es agradable. Desde que me mudé la única que viene es
Tessa.
— ¿Quién es Tessa?
—pregunté dispuesto a aprovechar cualquier resquicio de información personal
que me diese.
—Un día, poco después de
que mi madre muriese, yo estaba bastante mal. Mi padre se había puesto en
contacto conmigo por primera vez porque si no se encargaba de su hija no podría
cobrar la herencia de su madre. Y bueno, yo tenía 16 años y era una cría tonta…
Así que decidí que iría caminando hasta el puente que cruza el río, al lado de
la estación de tren. Y que si nadie me sonreía en el camino, me tiraría.
Quería decirle algo. Porque cuando alguien te dice que pensó
en suicidarse, tienes que decir algo. Es ese momento en las pelis en que el
chico le acaricia la cara y dice algo como “Me alegro de que no lo hicieras,
Janet. No podría vivir sin ti.”, porque la chica siempre tiene un nombre repipi. Pero yo me quedé callado.
Porque sentí que cualquier cosa que yo dijera sería irritante e irrelevante.
Así que la dejé seguir.
—Acababa de poner un pie
en la acera del puente cuando choqué con una chica pelirroja cargada de libros.
Nos caímos las dos de culo al suelo y el archivador que llevaba en las manos se
cayó al río. —continuó mirando al techo, o a la mesa. O a cualquier punto
excepto a mí. —Ella se echó a reír y me ayudó a levantarme sonriendo. Me dijo “Chica,
ese archivador llevaba un trabajo de 43 páginas sobre Platón. Me debes un café.”
Y podría haber considerado que no me sonrió antes de llegar al puente y haber
saltado. Pero supuse que ciertamente le debía un café, así que la acompañé. Y
para cuando acabamos yo ya no quería morir.
— ¿Tessa como abreviatura
de Teresa? —fue todo lo que dije. Porque quería que ella supiera que el hecho
de que hubiera intentado matarse antes de conocerme no cambiaba nada.
Mara sonrió y me miró a los ojos contenta con mi elección.
—Sí. Teresa, la que me
sonrió. Tengo que presentártela, príncipe azul.
Y probablemente no venía a cuento, pero me incliné y le di un
beso en la boca. Suave, y lento. Sin exigencias, sin prisas, sin preguntas.
Y quizás fue un milagro navideño, pero me lo devolvió.