Era otoño, y llovía y hacía frío. Y yo nunca habría salido de
casa si mi madre no me hubiese obligado a ir a comprar batido para mi hermana,
que tenía 7 años y muchos caprichos.
El caso es que yo iba por la calle, con la bolsa del
supermercado en una mano y el paraguas en la otra. Y llevaba puestos los cascos
del Ipod y la música demasiado alta. Porque si no la llevo alta escucho a la
gente hablar por la calle, y me cabrean bastante sin sonido, como para además
tener que escuchar sus vidas.
Y ella me vio y se acercó y me quitó los cascos y me dio un
beso en la boca.
— ¡Te he echado tanto de
menos! Podrías empezar a llegar antes, ¿sabes, cariño?
Y no sabía, porque me llevó unos segundos darme cuenta de que
era la chica del café y que me acababa de llamar cariño. Pero me miraba
suplicando con los ojos y eran unos ojos muy azules así que sonreí y la tapé con mi paraguas.
Ella echó un vistazo por encima del hombro saludando a un
tipo con traje y cara de vendedor puerta a puerta. Él se acercó con aspecto
tenso y me tendió una mano enguantada que estreché sonriente.
—Bueno, se te ve bien acompañada.
Mejor me voy. Ya hablaremos de lo de navidades.
—Vamos a pasarla con sus
padres. —cortó ella colgándose de mi brazo. Olía a limones y su pelo me hizo
cosquillas en el cuello cuando poyó la mejilla en mi hombro.
El hombre sonrió por puro compromiso una vez más antes de
darse la vuelta y echar a andar por la calle ancha. A mí se me empezaba a
dormir la mano con la que sujetaba la bolsa y ella se separó sin brusquedad.
—Gracias. Perdona el
marrón. —explicó mirándome con una sonrisa ligera.
No
era la sonrisa que le había dado al tío del traje. Era más como la que le dio a
la chica de la cafetería. Me lo tomé
como una buena señal y cogí aire antes de hacer una de las cosas más estúpidas
de mi vida.
— ¿Te gustaría quedar
algún día para tomar café? —pregunté de un tirón haciéndola detenerse calle
abajo.
Se giró y volvió hacia mí con pasos calmados y tranquilos. Se
detuvo justo delante de mí y me miró a los ojos con una mirada calculadora.
Como si estuviese intentando decidir si me reía de ella o simplemente era
idiota.
Luego me dio una bofetada amortiguada por sus guantes de
lana.
—Que te haya besado no
implica que quiera nada contigo. ¿En qué mundo vives?
Ella echó a andar calle abajo negando con la cabeza y yo me
quedé allí parado tocándome la mejilla abofeteada hasta que una señora chocó
conmigo mascullando algo sobre críos idiotas ocupando toda la calle.
Me fui a casa y le preparé el batido a mi hermana con el
resto de la merienda. Porque mi madre estaba demasiado ocupada con algo del
trabajo como para hacerles caso a sus hijos. Ella me dijo que por después de
tanto tiempo podría haber aprendido a no quemar los sándwiches y yo le di la
razón.
Cuando me acosté aquella noche seguía sintiendo el tacto de
su boca contra la mía. Como un miembro fantasma. Como si fuera una parte de mí
que me hubieran arrancado de cuajo. No me molestó la bofetada. Probablemente,
si aceptase tomar café con el primer tío que se lo pide por la calle habría
perdido casi todo el encanto que tenía.
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