Podría hacerme el duro y fingir que no me pasé la semana
siguiente pensando en ella. Y podría ahorrarme la humillación de admitir que en
lugar de estudiar Literatura me pasé las horas muertas escribiendo su nombre en
los márgenes del libro de lengua. Pero me parece ridículo estar escribiendo
esto si luego ando cambiando las cosas.
La siguiente vez que la vi fue el día de Noche Buena. Mi
madre me había obligado a salir de casa para que no molestase mientras ella lo
preparaba todo. Así que después de dejar a mi hermana en casa de una amiga y de
comprobar que todos mis amigos tenían planes, me dediqué a dar vueltas por la
ciudad.
Estaba sentando en un banco de la avenida principal,
escuchando música mientras leía el libro que nos habían mandado para
vacaciones. Y el libro era aburridísimo y empezaban a dolerme las manos del
frío. Estaba a punto de meterme en cualquier cafetería a matar el tiempo en
twitter hasta la hora de recoger a mi hermana cuando una sombra me tapó el suave
sol de invierno.
— ¿Cómo es que siempre te
encuentro por ahí tirado? —preguntó ella con la voz dulce de siempre. Y vale,
era improbable que la voz le hubiese
cambiado de una semana para otra, pero no pude evitar agradecer que
siguiese igual.
—Será que siempre andas
por ahí tirada. —contesté quitándome los cascos y entornando un poco los ojos
para verla. — ¿Qué haces aquí?
—La compra. —señaló ella
levantando las bolsas del supermercado que cargaba en ambos brazos. — ¿Qué tal
si haces de caballero andante, que sé que te gusta, y me llevas la bolsas?
Prometo darte chocolate caliente.
No tardé un segundo en saltar del banco para coger parte de
las bolsas y echar a andar con ella. Al principio me sentí como un completo
imbécil que sigue a una loca que evidentemente no quiere nada con él como un
perrito faldero. Se me pasó bastante rápido cuando ella empezó a contarme sus
planes.
Se pasaría la tarde cocinando para una amiga. Luego cenarían
y verían películas clásicas navideñas. Su amiga traería un karaoke para la Wii
y cuando estuviesen lo suficientemente borrachas cantarían canciones de Disney
hasta dormirse.
Y por deprimente que suene, eso parecía 3000 veces más
interesante que mi cena familiar. Quiero decir, no es como si no supiese ya que
todos estaríamos en silencio la mayor parte del tiempo; que mi abuela
criticaría la cocina de mi madre y le diría que ha engordado, que mi hermana
diría que le dolía la barriga y se iría a su cuarto y que yo acabaría
consolándola hasta que dejase de llorar y se durmiese.
La acompañé hasta su casa, un viejo edificio del centro de la
ciudad, sin ascensor, y le subí las bolsas. Tenía un llavero con un diminuto
peluche de Godzilla. Abrió la puerta y me dejó pasar primero. No tenía muy
claro qué había esperado, pero su casa era bastante normal.
La puerta daba directamente a un salón bastante grande, con
una mesa de comedor a un lado y una televisión y varios sofás al otro. Al fondo
una puerta que dejaba entrever un cuarto de baño lleno de azulejos rosas y una
barra americana dando a la pequeña cocina. Había una puerta cerrada al fondo,
con un cartel pegado en la parte de fuera. “Life is fucked anyway.”
—Déjalas ahí mismo ya lo
recogeré luego. —dijo mientras tiraba su abrigo y sus guantes en uno de esos
sofás.
Cumplió su oferta del chocolate y pasamos el resto de la
tarde tirados en su sofá hablando. Y hablamos de nuestros superhéroes
favoritos, de su trabajo, de mis profesores… Hablamos de mi familia, y de que
ella siempre había querido un gato. Intercambiamos los números de teléfono y
hablamos de cientos de tonterías inconexas que nos acercaron un poco más el uno
al otro.
Cuando mi hermana llamó para que fuera a recogerla, Mara me
acompañó hasta la puerta y esperó a que me pusiera el abrigo. Cuando ya estaba
en el pasillo del ascensor, ella se puso de puntillas y me dio un beso en la
comisura de los labios. En ese punto exacto donde no se sabe si es boca o
mejilla, porque ella siempre tiene que ser complicada.
—Felices fiestas, príncipe
azul.
Esa noche, me dio igual que mi abuela fuera una vieja
estirada que vivía para amargar a mi madre. Me dio igual que mi madre viviera
para impresionar a una señora que había pasado de ella toda su vida. Me dio
igual que la comida estuviese un poco sosa y que nadie hablase.
Y cuando mi hermana se fue a llorar a su cuarto, me fui con
ella. Me senté en su cama y le hablé de Mara. De cómo su nombre sabía a
caramelo y ella era el contraste más armónico que hubiese visto en mi vida.
Ella dejó de llorar y escuchó. Como si le estuviese contando un cuento.
Finalmente
se durmió con una sonrisa tras decir que se alegraba por mí. Yo despedí a mi
abuela en la puerta, le llevé un vaso de agua y una aspirina a mi madre y
coloqué el regalo que le había comprado a mi hermana debajo del árbol.
Antes de irme a dormir, me estiré a por
el móvil en la mesita de noche y escribí un Whatsapp rápido.
Félix: Felices fiestas,
April.
No me había dado tiempo a posar el móvil cuando recibí la
contestación.
Mara: Estoy borracha.
Sueña cosas bonitas.
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