Era el último día de clase antes de las vacaciones de
navidad, y yo era un estudiante de Segundo de Bachiller agobiado por los
exámenes y con ganas de quemar todos mis libros. O al menos de dormir más de 6
horas una noche. Eso sería bastante.
Estaba sentado solo en una cafetería cerca de la plaza,
porque si alguno de mis amigos llegase algún día a la hora acordada explotaría.
La gente pasaba por la calle sin pararse a mirar a los lados. Todos con abrigos
largos, gorros, guantes y bufandas. La gente era un coñazo. Me fijé en las
hojas del suelo a través de la cristalera
y me quedé mirándolas dar vueltas hasta que noté vibrar mi móvil.
Lucas: Llegamos
20 minutos tarde, perdimos el bus. Lo siento.
La camarera me trajo el cappuccino
que había pedido hacía diez minutos y me sonrió con condescendencia. Siempre me
ha parecido curioso cómo te mira la gente cuando vas solo a alguna parte. Como
si nadie te quisiera, como si fueras un alma solitaria y estuvieses abandonado
en el mundo. Como si ellos no estuviesen solos.
— ¿Esperando a alguien?
—la voz llegó desde la mesa de mi derecha. Desde la boca perfectamente pintada
de rojo de una chica con el pelo increíblemente negro y los ojos azules.
— ¿Si te contesto vas a
abofetearme? —pregunté echándome hacia atrás en la silla para verla mejor.
Ella dejó escapar una risa suave y se levantó cogiendo su
chaqueta y su taza de café para sentarse en una de las sillas frente a mí.
—Perdona lo del otro día.
Me hiciste un favor y quizás no debería haberte abofeteado.
Eso parecía lo más cerca que iba a estar de recibir una
disculpa real, o de que ella aceptase que no es normal besar a la gente por la
calle y luego abofetearla, así que asentí. Ella sonrió.
— ¿Quién era ese tío?, si
puedo preguntar.
—Mi padre.
No pensaba que fuese a ser tan fácil obtener una respuesta.
De hecho, mi cerebro no conseguía terminar de procesar que estuviésemos tomando
café.
— ¿Mala relación?
—Dejó a mi madre colgada
cuando se quedó embarazada de mí. —dio un sorbo a su café y luego me atravesó
con sus ojos azules. —No pongas esa cara. ¿Por qué iba a hacer el esfuerzo de
mentirte? Te lo cuento porque tu opinión me importa una mierda.
Cada instante que pasaba con ella me parecía más rara, más
borde, más hiriente… y me intrigaba más. Si fuese cualquier otra persona me
habría ofendido y le habría contestado. Pero quería saber por qué ella andaba
lanzando mordiscos al aire. Por qué parecía estar tan llena de odio.
—Tenía pinta de ser un
gilipollas.
Ella sonrió y pareció volver a relajarse en su silla. Era
posiblemente la situación más surrealista de mi vida. Y sin embargo todo
encajaba. Por primera vez en mi vida, todo parecía ser como tenía que ser. Todo
iba bien. Todo estaba bien, y yo estaba bien con ello.
— ¿No vas a preguntarme
cómo me llamo? —preguntó ella después de unos minutos en silencio.
—Sé cómo te llamas, April.
—dije haciéndola reír otra vez. — ¿Qué?
—Nadie da su nombre de
verdad en una cafetería en la que te llaman a gritos. —aseguró convencida.
—Yo sí. ¿Cómo te llamas?
—Mara.
Era un nombre bonito. Sonaba redondo y dulce en la boca, como
un caramelo. Y tenía ganas de decirlo en voz alta una y otra vez hasta derretirlo.
—Yo me llamo Félix.
Mara sonrió y extendió la mano hasta mi taza para darle un
sorbo a mi capuchino. Casi en cuanto le tocó los labios puso mala cara y volvió
a dejarlo en mi plato.
La puerta de la cafetería se abrió dejando pasar a mis
amigos, armando jaleo y riéndose en voz alta. En cuanto les vio, Mara se
levantó y se puso la chaqueta.
—Nos vemos, Félix. —se
despidió agarrando el bolso y saliendo por la otra puerta antes de que me diera
tiempo a decirle nada más.
Y probablemente debería sentirme al menos un poco culpable
por haberme pasado la tarde ignorando a mis amigos y pensando en ella. Y en que
pasar las tardes viéndola sonreír detrás de su taza de café parecía el mejor
plan de futuro que había hecho en mi vida.
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