jueves, 26 de diciembre de 2013

Capítulo 31:

        Al tocar fondo solo se puede ir hacia arriba. Para abajo no hay nada. Es hacia arriba sí o sí. Al menos eso es lo que no dejé de repetirme a mí mismo la semana siguiente.

        Llevaba dos años preparándome para este momento. Ansiándolo, imaginándolo, agarrándome a él las noches que tenía que quedarme estudiando hasta las tres de la mañana. Aun así, mi graduación pasó demasiado rápido y de repente me desperté una mañana a dos semanas de la PAU, tres de mi cumpleaños y el mundo patas arriba.

        Hoy reconozco que quizás es simplemente parte de ser adolescente. Levantarte en medio de las ruinas de lo que el día anterior era tu vida y prometerte, mirando tu reflejo de ojos llorosos en el espejo, que esta vez vas a hacerlo bien. Solo para volver a levantarte exactamente igual a la mañana siguiente. Una y otra, y otra vez.

        Yo empezaba a estar harto de las resoluciones vitales que morían a las pocas horas. De que mi mejor intento no fuera bastante. Harto del drama, de los intereses ajenos. Harto de que cada vez que arreglaba algo en mi vida el resto parecía desmontarse automáticamente.

        Tampoco es como si el hecho de que yo estuviese harto cambiase nada.

        Después de hacer cuentas mi madre dejó uno de sus turnos en el trabajo y yo me acostumbré bastante rápido a llegar a una casa con la cena hecha y mi madre ayudando a mi hermana a hacer los deberes.

        Pasé menos tiempo estudiando del que debería. Fue como vivir indeterminadamente en esa semana antes de vacaciones en la que realmente te da igual todo. Suspender, aprobar, entregar o no un trabajo. Solo quería que llegase el verano para poder guardar mis libros en una caja para mi hermana, quemar los apuntes y dejar que se me vaciase la cabeza.

        Los exámenes empezaron un lunes a las doce del mediodía. Así que a las diez y media ya estábamos todos delante del aulario de la universidad, tirados en la hierba histéricos perdidos. Cuando Lucas y yo bajamos del autobús, Carolina estaba sentada en el bordillo de uno de los jardines, fumando mientras repasaba los apuntes de lengua. Estaba despeinada y al lado de la piel oscura de Sandra, que estaba sentada mirando el móvil,  parecía tan blanca como un fantasma. Javi paseaba frenéticamente delante de ella mascando chicle de manera sonora. Había un par más de compañeros de clase sentados alrededor. Repasando, hablando sobre exámenes… Yo me senté delante de Carolina y le quité el cigarrillo, que sin duda me había quitado a mí.

—Félix Ballesteros, si no me devuelves eso ahora mismo…

        Lucas se sentó en el bordillo al lado que no ocupaba Sandra y cogió los apuntes que tenía en el regazo para poder mirarlos él también.

—Caro, tú no fumas.

        Ella se quedó mirándome con expresión de querer arrancarme el cigarrillo de la mano, y de paso el brazo del tirón. Luego parpadeó y volvió a mirar sus apuntes.

—Tienes razón. Quédatelos si quieres, no es como si me hicieran falta. —dijo refiriéndose a los apuntes. Y era un farol para no admitir que estaba histérica, pero en realidad no le hacían falta.

— ¿Asustada, Aguilar?—la piqué dándole una calada.

—Soy un ser emocionalmente inteligente que entiende que el miedo a lo desconocido es normal en el ser humano y que denota percepción del medio e instinto de supervivencia. —lo masculló con una sonrisa tensa, sin apartar la mirada. —De todas formas, yo lo llamaría nervios.

—Lo que sea que te ayude a dormir por la noche.

        Me fulminó con la mirada, pero cuando se giró hacia Lucas y sus apuntes ya no le temblaban las manos y no parecía a punto de arrancarle la cabeza a alguien de un mordisco.

        Cuatro días más tarde, después de pegarme con un número indefinido de tiras de pegatinas, descansos intercambiando cigarrillos con extraños y noches estudiando hasta las tres de la mañana; quedamos todos para ir a la playa por primera vez ese verano.

        Sandra se puso un biquini blanco solo para hacernos parecer yogures recién sacados de la nevera a su lado, en serio no es justo que cuando alguien negro se pasa el año encerrado en casa estudiando no parezca un enfermo terminal. Hacían trampa de alguna forma, aunque Sandra nunca reconociese cómo.

        Carolina y yo nos tumbamos en las toallas y amenazamos con matar a cualquiera que se acercara mientras los demás se iban a tocar los cojones al agua con una pelota de playa. Y hacía sol y un poco de brisa, y acababa de pasar el señor de las cervezas y la vida era buena.

— ¿Qué ha sido de la chica? —preguntó de repente apoyándose en los codos para poder mirarme por encima de sus gafas de sol.

— ¿Cuál? —pregunté confuso. Porque por primera vez en bastante tiempo no había una chica predeterminada a la que fueran dedicados el 80% de mis pensamientos diarios. Y aunque me hiciese sonar como un capucho, se sentía bien.

—La única importante.

        Suspiré y también me apoyé en los codos para incorporarme un poco y poder mirarla a la cara sin ser brutalmente deslumbrado.

—No la he vuelto a ver desde el día de la cafetería. Porque ella no quiere que nos veamos.

—El día de la cafetería —me cortó ella sentándose en la toalla y girándose hacia mí —pensó que estábamos juntos y parecía a punto de ir a echarse a llorar allí en medio. Si algo de lo que me ha contado Lucas sobre ella es verdad, ese no parece mucho su estilo.

—Por Dios, ¿Cuánto tiempo llevabas queriendo hablar de esto? —pregunté riéndome un poco. —Cortó ella, ¿vale? No quiere nada conmigo, y yo respeto su decisión. Y me está empezando a parecer bien. No es la única persona en el mundo. No es un ángel caído del cielo para arreglarme la vida. Es una chica inestable con un montón de problemas emocionales que no quiere resolver y una visión del mundo que asusta más de lo que inspira. ¿Que merece la pena luchar por ella? Por supuesto. ¿Que la quiero? También. Pero ya dejaré de quererla. Con el tiempo.

        Carolina se mordió el labio y apartó la vista de mí girando la cabeza hacia donde nuestros amigos estaban haciéndose aguadillas y chillando.

—Es evidente que ella te quiere. ¿Eso no cuenta para nada?

—No si ella no quiere que cuente.

        Volvió a girarse hacia mí y me dio un puñetazo suave en el hombre.

—No tengo muy claro si estás madurando o tirando la mejor oportunidad de ser feliz que vas a tener en la vida por la borda.

— ¿Cuándo lo decidas me lo cuentas?

        Fingió pensárselo un momento antes de sonreírme y salir corriendo.

—No. Que te den.

        Salí corriendo detrás de ella y la levanté por la cintura dejándola caer donde el agua cubría lo bastante como para que se sumergiese hasta la cabeza.

        Dos semanas después subieron las notas a la página de la universidad y me quedé mirando mi 7,25 como si fuese un monstruo alienígena que no tuviese nada que ver conmigo. Quedé con Melisa para tomar café y ella me enseñó tanto mi expediente académico como los test de aptitud que había hecho.

—Bueno, ¿Qué va a ser, suicida a los cuarenta o tiburón triunfador?

—Creo que voy a matricularme en Derecho.

        Sonrió complacida, porque Ciencias Jurídicas era la primera o segunda recomendación de todos mis test.

— ¿Puedo saber por qué?

—El conocimiento práctico y útil es el único que me gusta. Me tranquiliza saber lo que puedo o no hacer y hasta dónde pueden llegar las consecuencias. Me agrada la idea de poder manipular un hecho para adaptarlo a lo que a mí me dé la gana… No sé, creo que es lo que quiero hacer con mi vida.

—Es una buena carrera para un tiburón. Y si al final te decides por el suicidio a los cuarenta, siempre te queda opositar a funcionario.

—Estaba muy equivocado contigo. Eres una consejera genial y me alegro muchísimo de haberte conocido. Gracias por todas las molestias que te has tomado conmigo.

—Ya bueno, es mi trabajo. —respondió, aunque los dos sabíamos que se había extralimitado una y otra y otra vez —Solo promete que pasarás a verme de vez en cuando y que me llamarás si vuelves a hacer una estupidez catastrófica.

—Tienes mi palabra.

        Me abrazó más fuerte de lo que me había abrazado mi abuela en la vida, me miró a los ojos como si realmente estuviese orgullosa de mí y me arregló la camisa antes de insistir en pagar y marcharnos cada uno por un lado.

        Cuando salí de allí y miré el móvil vi un solo mensaje de Lucas y noté un escalofrío de pánico recorrerme la columna casi de inmediato.

Lucas: voy a decirles que lo dejo. Se acabó.

        Era de hacía dos horas, la última vez que se había conectado al whatsapp. Le llamé tres veces intentando no ponerme absolutamente histérico y perder los nervios. Tenía que pensar con calma. Respirar. Pensar. Respirar…

        Llamé al número de atención al cliente de su compañía telefónica y esperé.

—Hola, sí. Me han robado el móvil y quería saber si era posible activar la función de localización para saber dónde está…. Sí, soy el titular de la línea. —le dije el nombre completo de Lucas y su DNI y esperé 5 eternos minutos bufándole al aire y mirando a mi alrededor intentando no parecer un pirado. — ¿Sí? Muchísimas gracias… Aham, lo tengo, gracias… No, no hace falta que avise a la policía. Primero quiero asegurarme de que no haya sido el idiota de mi hermano… Doce, a esa edad son insoportables, sí… Muchas gracias, que pase un buen día.

        Salí corriendo hacia una parada de taxi mientras le escribía un mensaje a Carolina.

Félix: Lucas me dijo que iba a dejar la banda y ahora no coge el teléfono. Los de la compañía telefónica han localizado el teléfono, es uno de los trasteros que hay al lado  de la biblioteca de la playa. Llámame cuando puedas.

        No había atravesado dos calles cuando me sonó el móvil y su nombre apareció en pantalla. Fruncí el ceño y cambié correr por caminar rápido empujando gente.

— ¿Tú no tienes una audición importantísima o algo? —pregunté mientras descolgaba.

—Empieza en diez minutos. Le he llamado pero a mí también me salta el buzón de voz. ¿Te veo en la entrada de la biblioteca? Estoy subiendo al taxi, en cuatro o cinco minutos estoy ahí.

— ¿Y la audición?

—Puedo hacerla el año que viene. Y de todas formas, mis padres tienen dinero, no es como si necesitase una beca. —Y vale, eso ya lo sabía, pero le vendría bien. Estudiar en París no es lo más barato del mundo. — ¿Puerta cinco minutos?

—Claro.

        Llegamos allí casi al mismo tiempo. Bajamos de los taxis y salimos corriendo hacia el lado derecho del edificio, donde se bajaba a los trasteros que se alquilaban por meses para almacenamiento. La puerta abrió sin llave y antes de que Carolina pudiera echar a correr, le puse una mano en el hombro.

—No hagas ruido, no hables si no es necesario. Vamos a caminar muy despacito y con la espalda pegada a la pared, ¿vale? Los ángulos muertos y las esquinas son tus amigos. Si hay que correr, te quiero agachada y haciendo eses. ¿Entendido?

        Asintió con la cabeza y con los ojos muy abiertos me dejó pasar delante de ella, agarrándome de la mano e intentando no hacer ruido. Al no escuchar el taconeo me fijé en sus bailarinas. Carolina odiaba sentirse bajita. Sacudí la cabeza intentando centrarme y arrimé la puerta a nuestra espalda empezando a caminar por uno de los pasillos llenos de puertas.

        Se oían ruidos amortiguados por el pasillo de la derecha, así que giramos y nos pegamos a una de las puertas de la que parecían salir gruñidos y pasos.

—No tengo ni puta idea de lo que estoy haciendo, vamos a intentar coger a Lucas e irnos de aquí lo más rápido posible. Si algo sale mal quiero que salgas corriendo y llames a la policía. Solo como último recurso, porque Lucas puede acabar jodido. ¿Vale?

—Correr agachada y haciendo eses y llamar a la policía. Lo tengo.

        Sonreí, y pensando en que yo lo único que quería hacer era dejar de meterme en movidas raras donde no me llamaba nadie, abrí la puerta de un tirón.

        Lucas estaba tirado en una esquina en el suelo, le sangraba la nariz y estaba doblado sobre si mismo como si le doliesen las costillas. Había dos tíos a su lado, uno con la pierna a media patada. A la derecha, un tío de unos veintimuchos se sentaba sobre una caja de madera y fumaba con una chica rubia sentada en el regazo.

        Tenía el pelo rizado en lugar de liso como en la fiesta, y no iba tan maquillada. Pero ahora que yo no estaba borracho y sacado de contexto reconocí a Mel enseguida.

—Hostia, Campanilla. Iba a llamarte.



jueves, 19 de diciembre de 2013

Capítulo 30:

¿Habéis estado alguna vez en una de esas espirales interminables de cinismo y rabia adolescente en que parece que el mundo queda todos los miércoles para tomar café, ponerte a parir y planear cómo joderte la vida? ¿Una de esas sucesiones de acciones en que sabes que la estas jodiendo y que realmente tú vas a ser el único perjudicado, pero no puedes parar?

        Y la gente te mira como diciendo “¿Qué haces? Te estás haciendo daño. Para”. Y quieres. Pero no puedes. Quieres que lo vean, y se jodan, y no puedan apartar la vista. Porque esto es tan culpa suya como tuya. Porque cuando te estabas hundiendo no les importó una mierda. Así que ahora que se jodan como te jodes tú.

        Realmente espero que no entendáis de qué estoy hablando. Y si lo entendéis, lo siento. Lo siento por todos los que no lo sienten.

        El caso es que supongo que nunca he tenido la mejor de las autoestimas ni he sido la persona más estable del mundo. El caso es que estaba en una etapa de transición, en medio de una cuerda floja. Mi madre había soplado, y yo me había caído.

        Al día siguiente me levanté como siempre. Me vestí rápido y salí a correr sin pararme en el salón. Porque el sonido de las noticias era una prueba irrefutable de que mi madre estaba despierta.

        Yo sabía cómo funcionaban estas cosas, ¿vale? Ella me miraría, me sonreiría y haría como si nada hubiese pasado. Porque, ¿qué había pasado realmente? Nada. Nunca pasaba nada. Nunca había un límite del que pasarse.

        Corrí sin poner el cronómetro, ni el pulsómetro… ni nada realmente. Le había enchufado los cascos al móvil de milagro. Pasé por delante de un par de niños pintando con tizas de colores en la carretera. Un vagabundo dormido en la puerta de un cajero. Un repartidor de periódicos bostezando apoyado en el camión…

        Dejé de correr llegando al parque donde siempre iba a jugar de pequeño, principalmente porque noté que me había quedado sin aire hacía un rato y me ardían los pulmones. Pensé en volver a casa, pero un vistazo al reloj y la certeza de que mi madre seguiría allí me convencieron de lo contrario.

        Iba a sentarme en la hierba y fingir estirar, para no parecer absolutamente gilipollas. Pero en cuanto empecé a caminar con calma volví a escucharlo otra vez. 

        ¡Niñato malcriado y egoísta! ¡No te importa nada!

        Gruñí y empecé a correr otra vez. Y con cada paso que daba la voz de mi madre me rebotaba en la cabeza aún más alta. Encendí el reproductor de música esperando que “Death at The Chapel” consiguiera ahogarla. No lo consiguió.

        Volví a casa cuando las piernas me quemaban con un dolor punzante, me temblaban las rodillas y era incapaz de respirar sin que me raspase la garganta y me doliesen los abdominales. Y no tengo claro si me encontraba mejor o no.

        Cuando salí de la ducha, mi hermana y mi madre estaban en la cocina; haciendo espaguetis y riéndose. Y debía ser mal hermano aparte de mal hijo, porque el pecho se me encogió y me quemó. De repente se hizo difícil respirar y me llevó todo el sentido común que me quedaba no ponerme a gritar en medio del pasillo arrancándome el pelo a tirones. Porque en esta puta casa nunca pasaba nada.

        Me puse una chaqueta y salí de casa sin despedirme. Porque estaba absolutamente seguro de que si intentaba decir algo acabaría gritando. Llamé a Lucas y quedé con él y con Carolina para contarles lo de mi padre. Llegaron al sitio donde habíamos quedado al mismo tiempo, y se sentaron uno a cada uno de mis lados en el banco.

        Escucharon en silencio, sin presionarme. Me pusieron la mano en el hombro cuando era necesario y no interrumpieron hasta el final. Y es algo que me esperaba de Lucas, que era el mejor amigo que nadie pudiese pedir y que no me había fallado en mi vida. Pero… ¿Carolina?

— ¿Sabes lo que vamos a hacer? Hoy vamos a salir todos, y te vas a emborrachar. Y no vas a pensar en tu madre en toda la noche. ¿Vale? No vas a pensar en Mara, ni en tus padres, ni en notas, chantajes o futuro. Una nube de alcohol y tus amigos. ¿Cómo suena eso? —preguntó Carolina pasándome una mano por el pelo. Y si estaba siendo así de amable, o era mucho más blanda de lo que pensaba o yo realmente tenía que tener un aspecto penoso.

—Sí, tío. Y duermes en mi casa. Mañana ya veremos si quieres contárselo o no. ¿Vale? Hoy no te rayes.

        Yo asentí ausentemente con la cabeza. Porque me estaban dando exactamente lo que necesitaba, pero no lo quería. No lo merecía. Debería ir a casa, cuidar a mí hermana y disculparme con mi madre. Debería dar explicaciones y ponerlas a ellas en primer lugar. Debería ser el pringado simplón al que ellas se habían acostumbrado. Una voz en mi cabeza, que sonaba sospechosamente como mi hermana, no paraba de chillarme y repetirme “¡Para, para para! ¡Todavía puedes parar!”

        Una pena que ya hubiese decidido ser un mal hijo.

— ¿Hora y sitio?

        Aquella noche me di de bruces con esa gran verdad de “Emborracharte no resolverá tus problemas”. Me choqué de golpe con ella y del impulso caí hacia atrás por unas escaleras, me abrí la cabeza y morí. Tres veces.

        Empezamos en un bar de mala muerte en una calle que parecía el lugar ideal para que te echasen por encima un trapa con cloroformo y despertarte sin órganos. Todo el mundo bebía, se reía y hablaba a gritos. Javi apareció por la mesa con una garrafa de quince litros de una especie de calimocho remasterizado con tequila, vodka y ginebra. Me aseguró que iba a salir de allí pedo perdido, así que me tragué mi cara de asco y dejé que me llenara el vaso.

        Sabía… mal. Semejante mezcla no puede saber de otra manera. Pero no era insoportable, y estaba bastante claro que nadie lo pedía por su sabor. Después de cuatro juegos de beber alguien. Sandra, siempre era Sandra. Sugirió que nos pusiéramos a jugar al yo nunca. Javi saltó enseguida “¡Yo nunca me he liado con Lucas!” porque en realidad ninguno de mis amigos ha sido nunca buena persona.

        Me bajé el vaso de un trago e hice una mueca ante la sensación pegajosa en la garganta. Cuando las pocas personas que no habían oído ya la historia, Eric, Kate, y el novio de Sandra, me miraron con los ojos muy abiertos.

—Estábamos borrachos. Fue un reto. Y ambos estamos lo bastante seguros de nuestra sexualidad como para no avergonzarnos por ello. ¿Verdad colega? —pregunté mirando a Lucas, que levantó la mano para que se la chocase.

— ¡Ese es mi hombre!

—Claro que sí, joder. De eso estábamos hablando.

        No se me pasó desapercibido que Carolina también bebió, aprovechando la distracción de que yo lo hiciera. Pero cuando le mandé una mirada interrogante se inclinó un poco hacia mí y me susurró en el oído.

—Ni una palabra o te clavo el tacón en el empeine. Aguja de 12cm. Piénsatelo bien.

        Y… vale. ¿Quién me mandaría a mí sentarme al lado de una zorra sin corazón ni problemas en recurrir a métodos violentos? Me las buscaba yo solito. Me aclaré la garganta y seguí jugando.

—Yo nunca he llegado a casa tan borracho que he meado en las orquídeas de competición de mi madre.

— ¡Capullo, fue solo una vez! —me gritó Javi desde el otro lado de la mesa.

        Sobra decir que salimos del bar borrachos. Lo suficientemente borrachos para que las chicas nos arrastraran a un sitio horrible donde retumbaba la música pachanguera porque querían bailar. Mientras Sandra, Carolina, Kate y sorprendentemente Eric bailaban entre la nube de cuerpos sudorosos de manera bastante coordinada aunque poco higiénica, yo impedí que se me pasara la moña bebiendo chupitos.

        El primero fue de tequila. El segundo de aguardiente. Al tercero me invitó Kate insistiendo en que el tequila chocolate era lo mejor del mundo. No lo era. Y el cuarto lo pagó el novio de Sandra porque no podía irme sin beber absenta. Es un motivo bastante estúpido, pero en aquel momento, con la lógica irrefutable de un borracho, me pareció absolutamente fundamental. Probablemente un signo de que debería haber parado de beber ahí. No paré.

        Estaba bebiéndome un whisky con Coca-Cola con Javi, porque el traidor de Lucas se había dejado arrastrar a bailar con Carolina, cuando se me acercó Campanilla. Lo cierto es que no me acuerdo de si me dijo cómo se llamaba. Lo hiciera o no, yo la llamé Campanilla y ella se rio encantada, así que ahí está eso. Era una chica bajita, no pasaría del 1’65. Tenía el pelo rubio corto, peinado en un montón de direcciones distintas y una sonrisa contagiosa. Me preguntó si me apetecía bailar y le dije que no sabía. Luego me preguntó si me apetecía follar. Y como parecía bastante más sobria que yo, cuando me cogió de la mano y me llevó al baño de chicas no dije nada.

        Solté un suspiro aliviado cuando cerró la puerta a su espalda. Convirtiendo la música, ¿Pitbull?, y las voces de mis amigos, gritando mezclas de ánimo y felicitaciones, en un eco retumbón y distante.

        Campanilla me empujó contra los lavabos y me echó las manos al cuello, haciendo que me agachara para poder besarla. Fue el sabor a vodka con naranja en su boca lo que me hizo echarme hacia adelante y pegarla más a mí. No tenía muy claro lo que estaba pasando. El baño parecía estar en silencio, llegaba el eco de la música de fuera y había un pitido constante que yo empezaba a estar seguro de que estaba dentro de mi cabeza. Campanilla sonreía y el mundo parecía temblar, moviéndose demasiado lento y demasiado rápido a la vez.

        Me movió para poder sentarse encima de los lavabos, y me hico sitio entre sus piernas abiertas. Yo intenté cogerla de la cintura, pero fallé por varios centímetros y solo agarré aire. Ella se echó a reír y yo fruncí el ceño. ¿Cómo de borracho estaba? No tuve mucho tiempo para pensarlo antes de que me pusiera una mano en la mejilla y me guiase hasta su boca otra vez mientras metía las manos por debajo de mi camiseta.

        Había estado dándole besos en el cuello y acariciándole las piernas cuando me eché para atrás un momento y me di cuenta de que se había subido la falda ella sola, no parecía llevar ropa interior y se estaba peleando con la cremallera de mis pantalones.

        No tenía muy claro cuándo había pasado ni cómo no me había dado cuenta. Y había una vocecilla en mi cabeza murmurando “Félix, no has venido aquí para esto”. Pero en todas las historias de rebeldía adolescente hay siempre un incidente sexual altamente alcoholizado del que te arrepientes de por vida. Campanilla era muy guapa y no es como si yo le estuviera poniendo los cuernos a nadie. Ese fue el pensamiento que me empujó a ayudarla a bajarme los pantalones. No le estaba poniendo los cuernos a nadie. No le debía nada a Mara. Ella lo había terminado. Ella no quería saber nada de mí. A Campanilla le gustaba. Me gustaba gustarle a la gente. Era una sensación agradable. ¿Por qué no?

        No tengo ni idea del tiempo que pasó hasta que la puerta del baño se abrió. Recuerdo que en el segundo en que tardó en reflejarse la cara de la persona que había entrado en el espejo me dio tiempo a pensar que no había sido mi movimiento más brillante y que, joder, los jodidos cubículos estaban a solo tres pasos.

        Cuando vi la cara de Carolina en el espejo, no obstante, no pude pensar en nada. Probablemente habría sido buen momento para congelarme y dejar de hacer lo que estaba haciendo. En su lugar subí una mano para enredarla en el pelo de Campanilla y, encontrando la mirada horrorizada de Carolina en el espejo, gruñí.

— ¿Quieres cerrar de una vez?

        Dio un tropezón y chocó con el marco de la puerta al salir, cerrando detrás de ella. Campanilla se rio arañándome la espalda y yo gruñí otra vez, porque parecía habérseme pasado la borrachera de golpe y sabía que Carolina iba a devolvérmela.

        Cuando terminamos esperé a que se arreglara el vestido y el maquillaje mientras intentaba controlar la sensación picajosa de necesitar un cigarrillo. Nos despedimos en la puerta del baño, ella me apuntó su número de teléfono en el antebrazo con un permanente que sacó de un bolso que yo ni siquiera me había dado cuenta de que llevaba y yo sonreí y le dije que quizás.

        Mis amigos se rieron al verme y me recibieron con palmadas en la espalda. Carolina me dio un puñetazo en el brazo que dolió de verdad. Le pasé un brazo por los hombros y le di un beso en el pelo, a lo que me apartó de un manotazo. También dolió, pero al menos esta vez me pegó sonriendo.

        Hacia las cinco de la mañana tuve un momento puntual de preocupación que Lucas calmó asegurándome que él había llamado a mi casa para decirle a mi madre que estaba allí estudiando y que me había quedado dormido. El. Mejor. Amigo. Del. Mundo.

        A las cinco y media de la que acompañábamos a Javi a un taxi pasamos por delante de un estudio de tatuajes con letras de neón y estampado de leopardo en los lugares más extraños. Un estudio de tatuajes abierto. Esa fue la segunda vez que me maté esa noche, y ni siquiera puedo asegurar que siguiera borracho. Me sentía bastante sobrio.

        A los pocos que quedaban en pie, Lucas, Carolina y Sandra; los hice volver al estudio en cuanto Javi cerró la puerta del taxi. Entramos, y cuando la chica del mostrador me enseñó el libro de muestra Carolina tuvo que explicarme muy despacio por qué un águila en llamas comiéndose el cerebro de Abraham Lincoln era mala idea. En la página dieciocho un lobo en tonos de gris me devolvía la mirada insistentemente. ¿Habéis probado a decirle que no a un dibujo híper-realista de un lobo? Está demostrado que yo soy incapaz.

        Salí de allí con una crema antiséptica, un brazo dolorido y vendado y un tatuaje en el bíceps. Mientras caminábamos hacia una cafetería para desayunar, Sandra se me subió a caballito y Lucas le pasó un brazo por el hombro a Carolina, ignorando por completo que le estábamos mirando.

—La verdad es que un lobo te pega bastante. —comentó Carolina pegándose más a Lucas. —Son leales a morir, lo sacrifican todo por su manada, son feroces pero tranquilos si no te metes con ellos…

        También se emparejan de por vida. Pensé agarrando a Sandra para que no se callera de culo al echarse a reír.

—Un caballero es un lobo paciente. —dijo ella agarrándose a mis hombros. — ¿No es ese nuestro Félix? —me dio un beso en la mejilla y agitó las piernas indicando que quería bajarse de mi espalda. La ayudé a llegar al suelo y salió disparada por la puerta de la cafetería a pedir un café con tantos añadidos que no había sitio para la cafeína. Le sujeté la puerta a Carolina haciendo una reverencia ridícula y Lucas se rio en mi puta cara.

        Al final llegué a casa a las ocho de la mañana sin pasar por casa de Lucas. Estaba absolutamente seguro de que mi ropa olía a alcohol, tabaco y sudor de demasiadas personas distintas. El tatuaje del lobo estaba tapado por la manga de la camiseta, pero el número de Campanilla se veía de lejos. Tenía ojeras, pero no tenía sueño ni ganas de dormir.

        Mi madre estaba tomándose un café en la terraza y no había rastro de mi hermana. Fui a mi cuarto a por el dinero y lo dejé en la mesa frente a ella, al lado del plato de galletitas. Me senté en la silla de al lado mientras ella cogía el cheque y lo miraba frunciendo el ceño.

—Félix, ¿qué...?

—Es de mi padre. Bueno… ya sabes. Hace algunos días que le he estado buscando. Y bueno, ayer le encontré. —ella abrió la boca para interrumpirme, pero levanté la mano en un gesto más cansado que convincente y seguí hablando antes de que me parara. Cuanto antes me lo quitara de encima mejor. —Va a darnos el dinero que nos debe. De la pensión de mantenimiento. Le pedí esto en efectivo porque quería que lo vieras. Que supieras que es de verdad. Pero el resto va a ir metiéndolo mensualmente en tu cuenta del banco. Úsalo para lo que te dé la gana. Yo no lo quiero. Si tú tampoco lo quieres, lo donamos. Me la sopla. Pero ese dinero no es suyo y no tiene ningún puto derecho a usarlo. —Ella me miró en silencio unos segundos, con la boca todavía abierta y el cheque todavía en la mano. — ¿vas a gritar? Porque la verdad es que me duele bastante la cabeza.

        Se levantó de golpe y me levantó a mí de un tirón por la camiseta. Me rodeó con los brazos pegándose a mí y yo quise apartarla porque mi camiseta estaba llena del olor pegajoso y dulce de la colonia de Campanilla y yo no lo quería sobre mi madre. Pero ella se echó a llorar y yo no tuve cojones.

        Me abrazó y lloró. Y me pareció que se hacía pedazos una y otra vez cada vez que la sobrevenía un sollozo más fuerte que los demás. Yo la sujeté, le acaricié el pelo y la espalda y no aparté la vista del edificio de enfrente. Fulminándolo como si tuviese la culpa de que yo estuviese en aquella situación. Tercer disparo.

        Yo también quería llorar. Agarrarme a alguien, romperme y dejar que otros recogieran las piezas. Pero no podía. Porque cuando son otros los que te arreglan, cuando son otros los que te ayudan, les das poder sobre ti. Se lo debes. Y eso siempre está ahí, reclamen la deuda o no. Está ahí para ti, quemándote por dentro. Mi madre ya tenía demasiado poder sobre mí y yo estaba harto de deberle cosas a la gente.

        Cuando mi madre terminó de llorar le hice otro café y se lo llevé con una napolitana de chocolate. Ella me sonrió agradecida y yo le devolví una mueca satisfecha.

        Mientras me empezaba a cuestionar mi salud mental, sonreí un poco más y le pregunté.

—Mamá, me he hecho un tatuaje. No es un problema, ¿no?

        Pude ver en sus ojos que sí, sí que le parecía un problema. Pero tenía un café caliente en la mano, una napolitana y un cheque con dinero de un hombre que no había hecho más que quitarle cosas en la vida.

—No claro que no, cariño. ¿Por qué no duermes un poco? Te despierto para comer.

—Gracias mamá, eres la mejor.

        No lo era. Yo tampoco. Pero de tal palo tal astilla y al final del día aprendes a lidiar con tus demonios o dejas que te maten. Si algo teníamos mi madre y yo en común, aparte de querer más a mi hermana que a nadie en el mundo, era  nuestra espléndida capacidad para ignorar problemas y auto convencernos de que no éramos TAN malas personas.


        Cuando creces con una chantajista emocional, o aprendes a jugar el juego, o siempre pierdes. En definitiva, en mi familia lo único que estaba claro es que todo funcionaba en torno a un sistema de deudas. ¿Quién le debe más a quién? ¿Quién tiene más que perder? ¿Quién gana?