El lunes me levanté a las siete de la mañana y después de
dejar a mi hermana en el colegio, me fui a mi instituto. La gente se reía en la
puerta, haciendo pequeños grupitos. Algunos se restregaban los párpados medio
dormidos, otros aprovechaban la última calada del cigarrillo. Ninguno parecía
notar que a mí me faltaba algo.
Conseguí ignorar a Lucas y a Javi hasta lo hora del recreo,
porque al hacer bachilleres distintos tampoco teníamos tantas clases en común.
En cuanto salí por el portón del instituto me acorralaron.
—Mara y yo lo hemos
dejado.
Lucas lo entendió inmediatamente, a Javi tuve que darle una
excusa bastante tonta diciéndole algo sobre la diferencia de edad que ni
siquiera recuerdo.
Pasé las clases en silencio evitando levantar la vista tanto
como me era posible. Las voces de los profesores hacían eco en mi cabeza
entrándome por una oreja y saliendo por la otra sin dejar ningún resto de
información mínimamente valiosa.
Al terminar las clases, mi tutora se tomó la molestia de
recordarme que tenía cita con la psicóloga para trabajar en mi “pequeño
problemilla de orientación”. Subí al tercer piso y me senté en una silla en
frente del escritorio de la pirada de Melisa.
Llevaba más de diez minutos allí sentado mirando al vacío
cuando se dignó a levantar la vista de su ordenador portátil y sonreírme.
—Hoy no se te ve muy
animado.
—No sé qué tiene eso que
ver con mis elecciones universitarias. —La corté antes de que pudiera irse por
las ramas.
—Tienes razón, perdona mi
falta de profesionalidad. Estás aquí para que te ayude a escoger una carrera y
eso debería estar haciendo. —anunció sorprendiéndome.
Me pasó varios test de aptitudes e intereses profesionales y
yo los rellené uno tras otro pasándoselos según los acababa. Cuando estuvieron
todos terminados en un montoncito al lado de su mano, me volvió a sonreír.
—He estado mirando tu
expediente. Tus notas siempre han sido bastante mediocres, pero por alguna
razón no creo que te hayas esforzado mucho para conseguirlas, ¿verdad? —no
esperó a que contestara y siguió hablando, ojeando el último de los test que le
había dado. —Pareces un chico tranquilo. En tu expediente no hay una sola pelea
o disputa con ningún compañero o profesor. Y sin embargo, la última vez que
estuviste aquí sentado quedó muy claro que cuando quieres puedes morder.
Me removí incómodo en la silla. Por eso odiaba a los
psicólogos. Tú te sentabas en una silla y ellos hablaban como si te conocieran
mejor de lo que tú mismo te conocías. Hablaban como si hubieran estado allí
cuando tropezabas y caías, como si hubieran sufrido el dolor de tus heridas y
hubieran compartido la gloria de tus victorias. Hablaban como si supiesen algo,
y no sabían una mierda.
— ¿Sabes cuál es tu
problema, Félix? Que dejas que la gente te pise. Se ve en los pequeños
detalles. En aquella carrera de atletismo que podrías haber ganado pero en la
que te dejaste adelantar porque al otro niño le hacía más ilusión; en las noches
en las que le dijiste a tu amigo que no te importaba que se fuera con aquella
chica dejándote solo, en cómo aunque ahora mismo nada te gustaría más que
tirarme algo a la cabeza estás ahí quieto. Callado.
Yo me quedé en silencio un momento. Negándome a plantearme
siquiera que pudiera tener razón. No quería pensar en mis fallos o en mi
carácter. No quería darle vueltas y vueltas a mi actitud frente a la vida.
Quería irme a casa y dormir. Tampoco era tanto pedir.
— ¿Y eso qué tiene que ver
con mi carrera? —pregunté intentando redirigirla.
—Mucho, la verdad. Tienes
potencial, Félix. Pero no así, no ahora. Tal y como están las cosas, escogerás
una carrera que te lleve a un terreno profesional seguro y poco competitivo que
te ahogará en la mediocridad y donde dejarás que todo el mundo te pase por
encima. Nunca serás feliz. Todas tus novias te dejarán por perdedor y acabarás
volándote la cabeza de un tiro antes de cumplir los cincuenta.
¿Qué se contesta a eso? Parte de mi quería quedarse callado y
hacerse un ovillo. Porque eso sonaba muy jodidamente probable, ¿vale? Otra
parte quería decirle que cuatro años de carrera no la cualificaban para
juzgarme.
—Eso es lo que haría el
chico del que habla este expediente. —continuó hablando antes de que yo pudiera
decir nada. —Pero el chico que vino a mi consulta a soltar comentarios
sarcásticos y enfadados, el chico que está ahora sentado delante de mí, no. Ese
chico está gritando que quiere ser alguien. Que quiere marcar una diferencia.
Está gritando que él no se conforma con algo mediocre. Que quiere ser grande. Y
yo le oigo gritar, Félix. —se levantó de la silla y rodeó su escritorio
parándose de pie justo delante de mí. Yo levanté la vista para encontrarla con
la suya, que parecía segura de mí respuesta a la pregunta que todavía no había
hecho. —Y tengo la sensación de que tú también lo oyes. ¿Qué dices? ¿Le
ayudamos?
Estoy completamente seguro que cuando levanté la mirada de
mis manos hasta sus ojos parecía un niño perdido. Recién salido de un naufragio
y sin saber muy bien cómo se caminaba en tierra firme. Sin embargo esta vez no
hubo mirada maternal ni de pena.
¿No era eso precisamente lo que había pensado la noche de la
fiesta? Que no quería ser un idiota mediocre, que quería mejorar, crecer, ser
alguien… ¿No me estaba ofreciendo exactamente lo que yo había pedido?
Sabía que me había llevado exactamente a donde ella quería,
que hacía rato que no estábamos discutiendo nada relacionado con mi orientación
universitaria. Me sentía una mosca rodeada de tela de araña, y el último paso
lo di completamente consciente de lo que hacía. Sin saber si eso me hacía un
idiota o alguien inteligente.
Le hablé de Mara, le hablé de Luka, le hablé del principio
del fin. Omití lo de Lucas, porque no era mi secreto que contar. Y omití lo de
Vince, porque era demasiado joven para ir a la cárcel. Simplemente le conté que
un amigo me había metido en un marrón y mi novia me había dejado por ello.
—Pues si te metió en
problemas y luego encima te delató no parece muy buen amigo. ¿Crees que podrías
empezar por ahí? Habla con él. Déjale claro que si vuelve a joderte se
arrepentirá. —me aconsejó Melisa, con el respaldo de la silla reclinado y una
sonrisa reafirmante.
— ¿Me estás aconsejando
que le amenace? —pregunté incrédulo.
—Te estoy aconsejando que
te plantes.
El reloj sobre la mesa anunció que ya llevaba allí dos horas
y que debería irme a casa. Me levanté, cogí la mochila y me fui sin despedirme.
A medida que atravesaba los pasillos vacíos del instituto en dirección a la
salida, no dejaba de resonarme en la cabeza. “Te estoy aconsejando que te
plantes”.
La parte racional de mí tenía claro que eso era una mala
idea. Luka era un tío grande, fuerte y rico. Quizás no el tío más inteligente
del mundo, pero un tío peligroso. ¿Y yo? Yo no era nadie.
Sin embargo, otra parte de mí… algo que había permanecido
dormido durante mucho tiempo lo ansiaba. Se desperezaba en la oscuridad y lo
quería. Quería que me plantase delante de Luka y le dijese que si quería
mantener las pelotas intactas sería mejor que se quedase por su lado. No era lo
lógico. No era lo aconsejable. No era lo seguro. No era lo mediocre… Era
exactamente lo que yo quería hacer.
No me molesté en mandarle un mensaje a Luka, porque sabía
perfectamente que si le decía de quedar me evitaría. En ese momento él era un
avestruz agachando la cabeza y yo un león buscando sangre. Y las piezas del
puzle que se me habían perdido debajo del sofá parecían haber vuelto solas y
encajado en su posición.
Fui caminando hacia el piso de Luka con mucha calma. ¿Qué
prisa había?
La rata no saldría de su madriguera mientras se sintiera segura
allí. Subí las escaleras sin agitarme y piqué a la puerta tapando la mirilla
con la mano. La puerta se abrió después de unos segundos de espera y la cara de
Luka al ver que era yo mereció el paseo.
—Félix tío, ¿qué tal?
—preguntó incapaz de ocultar el tono de sorpresa. Mientras me saludaba hizo el
amago de ir cerrando la puerta poco a poco. Luka era un cobarde, pero no me
tenía miedo a mí. ¿Por qué debería?
Me adelanté y metí el pie por el marco de la puerta,
empujándola para hacerme un hueco y entrar. Él se apartó dejándome pasar,
todavía receloso. Yo entré con mucha tranquilidad, caminando hacia la cocina
decidido. Una vez allí cogí la cafetera y me serví una taza de café.
Disfrutando de la cara de Luka de no enterarse de nada.
—Félix, no es que no
aprecie tu compañía ni nada, pero ¿qué haces aquí? ¿Por qué no estás con Mara?
Hijo de la gran puta.
—Oh, hemos cortado. Pero
eso ya lo sabías. ¿No? —cuando fue a abrir la boca para contestar lo corté.
—Ahórranos tiempo a los dos y no finjas que no. Supongo que ese fue tu
agradecimiento por salvarte la vida.
Se apoyó en la encimera, en el lado de la cocina opuesto al
que estaba ocupando yo y cruzó los brazos sobre el pecho, a la defensiva.
— ¿Y qué decías que
quieres?
—Siempre pensé que eras un
cabrón, ¿sabes? Desde el momento en que te vi por primera vez sabía que había
algo mal contigo. Me dabas una mala vibración que no me gustaba un pelo.
Pensaba que eres un cabrón, pero eres un mierda.
—Oye si has venido a
quejarte de que Mara te haya dejado ahórratelo. Todos sabíamos que iba a pasar.
Contigo no tiene ni para empezar.
Y la presa acorralada empezaba a morder. Así que algo estaba haciendo
bien.
—Teniendo en cuenta que si
no fuera por mí estarías muerto yo que tú cerraría la puta boca. —anuncié sin
levantar el tono. —Te crees que eres un tipo duro. Que puedes hacer lo que te
dé la gana y nunca tendrás que afrontar las consecuencias. Pero en realidad
solo eres un cobarde. Me mojé por ti. Arriesgué mi propia vida por salvar la
tuya. Y tú me lo pagaste corriendo a venderme.
Dejé de hablar un momento, por si quería decir algo. Esperaba
que me mandase callar, que saltase. Que por lo menos intentase defenderse. Pero
solo agachó la cabeza. Yo di un trago de café y sonreí de medio lado. Había
dado donde dolía.
—Desde este momento tú y
yo solo tenemos una cosa en común. Y es que si no fuera por mí, estarías
muerto. —dejé la taza en la encimera y me enderecé cuadrado los hombros. —Me
debes la vida. Y no pienses ni por un momento que no voy a cobrármela.
Recogí la mochila que había dejado a mis pies al coger el
café y me la puse al hombro echando a andar hacia la puerta.
— ¿Quién cojones eres?
—preguntó desde la cocina.
No me giré, porque no merecía la pena. Y no le contesté,
porque no lo sabía.
Cuando salí de su portal sentía que me había quitado un peso
de encima. Mara y yo no estábamos juntos, mis notas seguían siendo bastante
tristes y seguía sin tener ni puñetera idea de a qué quería dedicar el resto de
mi vida. Pero me sentía extramente bien. Despierto.
Chica, sigue escribiendo.
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