martes, 12 de noviembre de 2013

Capítulo 27:

        Julia Álvarez Cortázar salía en las páginas amarillas. Número de teléfono, dirección, código postal… todo.

        Había esperado diecisiete años por una pista de mi padre. Un nombre, una cara, una historia; cualquier cosa. Y aun así aquello parecía demasiado fácil. Demasiado pronto. Arranqué la página de la guía de la biblioteca pública más cercana a mi casa sin poder evitar una punzada de culpabilidad por destrozar un libro. O derivados. Lo que sea.

        Carolina mandó un mensaje por el grupo de whatsapp, que había creado Matías como “Los vengadores”, diciendo que ya había hablado con José y que todo estaba hecho. Firmado por escrito en un contrato legal que le había pedido al abogado de sus padres y grabado en una nota de voz en su móvil que nos mandaba.

        Así que con la seguridad de la tercera evaluación ya aprobada me centré en estudiar con calma y preparar las asignaturas que pensaba presentar a la PAU. Bueno, y en intentar no morir de taquicardia antes de los veinte.

        Aquel día tenían puestas las noticias en la cafetería del instituto. La policía había encontrado en el puerto en cadáver de un hombre no identificado. Y mientras mis compañeros de clase murmuraban incrédulos yo me quedé mirando la foto de Vince y pensando en si tendría una familia que le estuviese echado de menos. O una mafia que fuese a abrirme una sonrisa de oreja a oreja con una navaja.

        Cuando fui a ver a Melisa después de clase, me ofreció galletas y disparó la pregunta, con una voz tranquila carente de ninguna emoción excepto por la simpatía.

—Ese fue el lío en el que te metió tu amigo, ¿no? El cadáver del puerto.

        Yo me senté mirándola con cuidado. Pero no parecía tener miedo ni ir a lanzarse a por el teléfono para llamar a la policía.

—Todo lo que digo es secreto de consulta y la ley te impide contarlo, ¿no? —devolví. Porque lo había leído en alguna parte y si tenía que huir a vivir en México quería saberlo.

        Ella sonrió, aparentemente… orgullosa y se reclinó en la silla negando ligeramente con la cabeza.

—Sabía que eras de los míos, campeón. Ahora, ¿te sirvió de algo hacerme de chico de los recados?

        Yo me relajé en la silla y sonreí sacando el móvil del bolsillo.

— ¿Quieres ver el video?

—Por favor.

        No fue mal. Comimos galletas, y por primera vez me preguntó si había pensado en algo que me gustaría estudiar. Yo le contesté que había tenido otras cosas en la cabeza y le hablé de la foto de mis padres.

—A ver, déjame aclarar. ¿Vas a presentarte en la casa de esa mujer sin más y a preguntarle por tu padre? —y vale, así sonaba ridículo, pero estaba trabajando con opciones bastante limitadas. —Tienes que estar preparado. Tienes que estar preparado para que no quiera decirte nada, para que se lo diga a tu madre, o para que ella y tu padre hayan perdido el contacto. Es una opción. Tienes que estar preparado.

—Lo estoy. —mentí descaradamente. —No he sabido nada de mi padre en diecisiete años, no voy a morirme por esperar un poco más.

        Lo cierto es que estaba ávido. Me había acostumbrado a no saber nada, a considerarle un ente ajeno a mi vida. Algo que rozaba las fronteras de la irrealidad y que no me definía. Ahora que se había convertido en una realidad, en algo verdadero… necesitaba más.

        Melisa no me creyó, por supuesto, pero cambió de tema como si nada.

     Lucas estaba esperándome sentado en las escaleras de entrada del colegio, tecleando en su móvil con una sonrisa bailándole en la cara. Cuando le pregunté, me dijo que me callara y se guardó el móvil en el bolsillo frunciendo el ceño.

—Ya tengo tu pistola. —comentó como si nada. Yo miré a ambos lados de la calle paranoico, pero me dio un puñetazo en el brazo y siguió caminando. —Tío, tienes que dejar de hacer eso. Pareces culpable.

—Uno: no es mí pistola. Es de Vince. Dos: soy culpable. Por si se te había olvidado.

—La mujer del Cesar no solo debe ser honrada sino que debe parecerlo, o lo que sea. —Me miró un momento, y al ver que no le seguía siguió hablando — que da igual que seas culpable mientras no parezcas culpable, ¿vale? No hay testigos, no hay pruebas en tu contra, no hay nada que te relacione con el escenario ni con la víctima. Estás limpio.

—Me alegro la hostia de que seamos amigos.

        Caminamos hasta nuestras casas, que realmente no estaban tan lejos la una de la otra ni del instituto, como cuando éramos pequeños y su madre se negaba a dejarle ir solo por la calle a las siete de la mañana.

        Esperando en la esquina de su portal había una chica mirando el móvil con desgana. Tenía el pelo rubio rizado y muy corto, y llevaba una sudadera enorme y una gorra que no me dejaba verle los ojos.

—Mel, ¿qué haces aquí? —preguntó Lucas dando un paso para ponerse delante de mí.

        Ella levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa amplísima. Hasta que se dio cuenta de que yo estaba allí.

—Alex te ha estado llamando y no lo coges. Cris ha estado soltando mierda sin parar, sobre que nos has vendido y ahora vas por libre; pero yo no me lo creo. —aseguró separándose de la pared y dando un paso hacia nosotros. —Alex tampoco se lo cree, pero tienes que cogerle el teléfono.

        Lucas no dudó un momento, sonrió y le pasó el brazo por los hombros. Parecía tranquilo y relajado; pero era mi mejor amigo y si no podía reconocer en él los hombros tensos y la posición, todavía separándome de ella, supongo que me daría mucha pena a mí mismo.

—He estado liado con una cosa de clase, ya os contaré. Vais a estar orgullosos. —dijo con una sonrisa de medio lado y riéndose ligeramente. —Félix, te llamo luego, ¿ok? Dile a Carolina que te acompañe a lo de esta tarde, o algo. Fijo que no le importa.

        Quería quedarme y asegurarme de que iba a estar bien. Quería alejarla de él, envolverlo en una manta y asegurarme de que nunca más tuviera que acercarse a ellos. Pero Lucas siempre fue el más listo de los dos y yo siempre he sabido cuándo sobro. Así que asentí con la cabeza, me despedí y seguí caminando hacia mi casa.

—Claro, tío. Nos vemos.

        Cuando llegué a casa, sorprendentemente, el maletín de mi madre estaba en la entrada, y ella estaba dormida en el sofá con una manta. En la cocina había espaguetis y una nota que decía que Sara se quedaba a comer en casa de un amigo de clase. Así que me calenté la comida, me cagué en los muertos de Diego (porque era él, ¿vale? Yo lo sabía) y llamé a Carolina, que probablemente tenía cosas mejores que hacer esa tarde pero aceptó porque estaba extrañamente interesada en mí desde lo de la piscina.

        Nos reunimos en un café convenientemente cerca de la dirección que había encontrado en las páginas amarillas, porque si iba a ayudarme lo menos que le debía era una explicación medianamente consistente de qué cojones estábamos haciendo.

        Llegó “Elegantemente tarde, Félix. Cállate.” Con unos tacones que la hacían casi tan alta como yo y un vestido muy corto del mismo color que sus uñas y su pintalabios. Yo me di una bofetada mental por darme cuenta de eso y luego le di dos besos y le sujeté la puerta para que entrara. Gracias a Dios, me devolvió los besos en la mejilla sin girar la cara ni hacer nada raro.

        Escogió una mesa y se sentó cruzando las piernas y dando un par de palmaditas en el sofá a su lado para que no me sentase en la silla de enfrente. Una camarera se acercó tan pronto como me quité la chaqueta.  Carolina pidió una de las bebidas extrañas de la carta, que debía tener un… ¿2% de café? Y puso cara de asco cuando pedí café solo.

—Bueno, Lucas se ha ido un poco de la lengua sobre lo de tu padre. —me calló antes de que pudiera expresar en voz alta lo que me ofendía. —Me lo ibas a contar igual, ¿qué más te da?

—La Constitución reconoce el derecho a la privacidad o algo así.

—No seas llorica. Vamos a ir a casa de esa amiga de tu madre, ¿y después qué? ¿Tienes algo pensado? —preguntó apartándose ligeramente para que la camarera nos dejara el pedido sobre la mesa.

        Lo cierto es que lo había estado pensando desde el momento en que Lucas me había puesto la orla delante y la había señalado. Le había dado vueltas una y otra vez pensando en todas las posibilidades. El mejor tono de voz, el momento del día, la posición del cuerpo… todo. Pero en el fondo sabía que esta era una de esas cosas para las que no hay segunda oportunidad. Que si salía mal, podía olvidarme de encontrar a mi padre.

—Tengo todo un discurso trágico memorizado. ¿Contenta? —contesté al final. Porque Carolina podía ser lo más parecido a una amiga mujer que tuviese, pero preferiría luchar a cuchillo con un tiburón debajo del agua que hablar de sentimientos con ella.

—Y orgullosa.

        Así que tomamos café ignorando deliberadamente que yo sentía que iba a darme un ataque de ansiedad a cada vuelta que daba la manecilla de mi reloj de pulsera. Carolina me distrajo lo mejor que pudo. Me contó que estaba preparando una versión a violín de “He’s a Pirate” de Piratas del Caribe y que ya había convencido a una de las chicas de último curso para que le hiciese el acompañamiento a percusión. “Convencido” sonó más que nada a chantajeado, pero lo dejé pasar porque me estaba haciendo un favor.

        Acabábamos de ponernos de pie para irnos cuando ella entró por la puerta. No sé por qué siempre que la veía me sorprendía que no hubiese cambiado desde la vez anterior. Supongo que me era imposible comprender cómo una persona que me había cambiado tanto no se cambiaba a sí misma.

        Se quedó de pie mirándome con la boca ligeramente abierta, como si fuese a decir algo pero no supiese el qué. Su amiga se sentó cerca de la puerta y siguió su mirada en nuestra dirección. Fue en ese momento en el que me di cuenta de que Carolina me había cogido del brazo y apoyado la cabeza en mi hombro mientras se reía de algo. Probablemente de mí.

        Los dos abrimos y cerramos la boca, y su amiga se puso de pie a su lado. Carolina paró de reírse, pero no me soltó en brazo. Enarcó una ceja y miró a Mara de arriba abajo sonriendo de medio lado como si hubiese ganado algún tipo de competición. Me asusta lo mucho que quise estrangularla en ese momento.

        Mara tenía los ojos brillantes. Y me devolvían la mirada con cierto… reconocimiento. Como si acabase de entender algo que se había negado a creerse. Me destrozó casi tanto como el día en que me dejó. Quizás más, porque ese fue el momento en que dejó de creer en mí.

—Hey. —dijo con un hilo de voz. Me miraba solo a mí. No a Carolina, no a su amiga, no al vacío o al suelo como aquella última vez. Me miraba y me veía, y creo que nunca me asustó más que alguien llegara a verme como era en realidad. —¿Tu hermana se lo pasó bien en la fiesta?

—Sí. Sí. Muy bien. Bailó con el chico que le gusta y llegó a casa chillando de felicidad y reventándome los tímpanos. Todo como debe de ser.

—Sí —murmuró despegando la vista de mí para posarla en Carolina y tragar saliva —como debe de ser.

        La incomodidad del momento se apoderó de mí. Solo quería encogerme y desaparecer. Bueno, en realidad quería acercarme los dos pasos que nos separaban y quitarle aquella expresión de la cara. Pero eso estaba fuera de los límites. Unos límites que puso ELLA. Me recordé a mí mismo apretando la mano de Carolina, que había bajado desde mi bíceps hasta mi mano en algún punto de la conversación.

—Bueno, nosotros ya nos íbamos y tampoco quiero quitarte mucho tiempo. —contesté, suspirando e intentando sonreír. Probablemente se acercó más a una mueca constipada que a otra cosa.

—Sí, claro. Pasadlo bien.

        Mara se hizo a un lado, para dejarnos libre el pasillo hacia la salida, y yo me incliné para darle un beso en la mejilla antes de salir por la puerta.

        Caminamos un par de calles en silencio, cogidos de la mano. Era una tarde agradable de primavera/verano, el viento fresco contrarrestaba el calor del sol, y la gente sonreía en las terrazas. Y yo no tenía muy claro si me estaba muriendo por dentro.

—La quieres. —me aseguró Carolina.

        Yo no tuve muy claro qué contestarle, o si esperaba una respuesta. No había habido interrogación en su tono. Era un hecho. La tierra gira alrededor del sol. H20 es agua. Yo quería a Mara. Extrañamente, me tranquilizó que algunas cosas no cambiaran.

—Lo sé. Creo que es lo único que tengo claro en la vida.

        Carolina me miró de medio lado sin dejar de caminar. No como me había mirado en clase todos aquellos años. Ni siquiera como me había mirado en la piscina. Luego me apretó la mano un momento y me sonrió.

—Es algo bonito de lo que estar seguro.

        Iba a contestarle que sería más bonito si ella tuviese alguna intención de volver conmigo, pero entonces me di cuenta de la calle en la que estábamos. Probablemente porque nos había ido llevando ella, estábamos delante del portal que indicaba la dirección que había arrancado de las páginas amarillas y le había dado en la cafetería con manos temblorosas.

        Por supuesto, era típico de Carolina aprenderse la dirección y llevarme hacia donde yo quería estar sin que siquiera me diese cuenta de que me estaba llevando a algún sitio.

        Por un momento estuve tentado de salir corriendo. Posponerlo. Dejarlo para mañana, para pasado… Antes de que pudiera pensármelo mejor o ganar tiempo quejándome de que me manipularan para ayudarme, estiré la mano y piqué el timbre.

        En aquella zona de la ciudad solo había casas de una o dos plantas, así que la posibilidad de que no fuese ella quien abriese la puerta era bastante nula.

        Julia era más alta de lo que había sugerido la foto. Tenía el pelo de un color rubio muy claro, ahora mucho más corto que entonces. Seguía teniendo dientes de conejo que sobresalían un poquito cuando sonreía al perro que intentaba colarse entre sus piernas para salir a la calle.


— ¿En qué puedo…? —comenzó a preguntar levantando la vista. Pero dejó de hablar en cuanto me vio. Tengo que decir en su favor que no dudó ni un momento. No hubo un instante de shock. Simplemente suspiró y se hizo a un lado haciendo un gesto hacia el interior de su casa. — ¿Café?

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