Julia Álvarez Cortázar salía en las páginas amarillas. Número
de teléfono, dirección, código postal… todo.
Había esperado diecisiete años por una pista de mi padre. Un
nombre, una cara, una historia; cualquier cosa. Y aun así aquello parecía
demasiado fácil. Demasiado pronto. Arranqué la página de la guía de la
biblioteca pública más cercana a mi casa sin poder evitar una punzada de
culpabilidad por destrozar un libro. O derivados. Lo que sea.
Carolina mandó un mensaje por el grupo de whatsapp, que había
creado Matías como “Los vengadores”, diciendo que ya había hablado con José y
que todo estaba hecho. Firmado por escrito en un contrato legal que le había
pedido al abogado de sus padres y grabado en una nota de voz en su móvil que
nos mandaba.
Así que con la seguridad de la tercera evaluación ya aprobada
me centré en estudiar con calma y preparar las asignaturas que pensaba
presentar a la PAU. Bueno, y en intentar no morir de taquicardia antes de los
veinte.
Aquel día tenían puestas las noticias en la cafetería del
instituto. La policía había encontrado en el puerto en cadáver de un hombre no
identificado. Y mientras mis compañeros de clase murmuraban incrédulos yo me
quedé mirando la foto de Vince y pensando en si tendría una familia que le
estuviese echado de menos. O una mafia que fuese a abrirme una sonrisa de oreja
a oreja con una navaja.
Cuando fui a ver a Melisa después de clase, me ofreció
galletas y disparó la pregunta, con una voz tranquila carente de ninguna
emoción excepto por la simpatía.
—Ese fue el lío en el que
te metió tu amigo, ¿no? El cadáver del puerto.
Yo me senté mirándola con cuidado. Pero no parecía tener
miedo ni ir a lanzarse a por el teléfono para llamar a la policía.
—Todo lo que digo es
secreto de consulta y la ley te impide contarlo, ¿no? —devolví. Porque lo había
leído en alguna parte y si tenía que huir a vivir en México quería saberlo.
Ella sonrió, aparentemente… orgullosa y se reclinó en la
silla negando ligeramente con la cabeza.
—Sabía que eras de los
míos, campeón. Ahora, ¿te sirvió de algo hacerme de chico de los recados?
Yo me relajé en la silla y sonreí sacando el móvil del
bolsillo.
— ¿Quieres ver el video?
—Por favor.
No fue mal. Comimos galletas, y por primera vez me preguntó
si había pensado en algo que me gustaría estudiar. Yo le contesté que había
tenido otras cosas en la cabeza y le hablé de la foto de mis padres.
—A ver, déjame aclarar.
¿Vas a presentarte en la casa de esa mujer sin más y a preguntarle por tu
padre? —y vale, así sonaba ridículo, pero estaba trabajando con opciones
bastante limitadas. —Tienes que estar preparado. Tienes que estar preparado
para que no quiera decirte nada, para que se lo diga a tu madre, o para que
ella y tu padre hayan perdido el contacto. Es una opción. Tienes que estar
preparado.
—Lo estoy. —mentí
descaradamente. —No he sabido nada de mi padre en diecisiete años, no voy a
morirme por esperar un poco más.
Lo cierto es que estaba ávido. Me había acostumbrado a no
saber nada, a considerarle un ente ajeno a mi vida. Algo que rozaba las fronteras
de la irrealidad y que no me definía. Ahora que se había convertido en una
realidad, en algo verdadero… necesitaba más.
Melisa no me creyó, por supuesto, pero cambió de tema como si
nada.
Lucas estaba esperándome sentado en las escaleras de entrada del
colegio, tecleando en su móvil con una sonrisa bailándole en la cara. Cuando le
pregunté, me dijo que me callara y se guardó el móvil en el bolsillo frunciendo
el ceño.
—Ya tengo tu pistola.
—comentó como si nada. Yo miré a ambos lados de la calle paranoico, pero me dio
un puñetazo en el brazo y siguió caminando. —Tío, tienes que dejar de hacer
eso. Pareces culpable.
—Uno: no es mí pistola. Es
de Vince. Dos: soy culpable. Por si se te había olvidado.
—La mujer del Cesar no
solo debe ser honrada sino que debe parecerlo, o lo que sea. —Me miró un
momento, y al ver que no le seguía siguió hablando — que da igual que seas
culpable mientras no parezcas culpable, ¿vale? No hay testigos, no hay pruebas
en tu contra, no hay nada que te relacione con el escenario ni con la víctima.
Estás limpio.
—Me alegro la hostia de
que seamos amigos.
Caminamos hasta nuestras casas, que realmente no estaban tan
lejos la una de la otra ni del instituto, como cuando éramos pequeños y su
madre se negaba a dejarle ir solo por la calle a las siete de la mañana.
Esperando en la esquina de su portal había una chica mirando
el móvil con desgana. Tenía el pelo rubio rizado y muy corto, y llevaba una
sudadera enorme y una gorra que no me dejaba verle los ojos.
—Mel, ¿qué haces aquí? —preguntó Lucas dando un paso para
ponerse delante de mí.
Ella levantó la cabeza y le dedicó una sonrisa amplísima.
Hasta que se dio cuenta de que yo estaba allí.
—Alex te ha estado
llamando y no lo coges. Cris ha estado soltando mierda sin parar, sobre que nos
has vendido y ahora vas por libre; pero yo no me lo creo. —aseguró separándose
de la pared y dando un paso hacia nosotros. —Alex tampoco se lo cree, pero
tienes que cogerle el teléfono.
Lucas no dudó un momento, sonrió y le pasó el brazo por los
hombros. Parecía tranquilo y relajado; pero era mi mejor amigo y si no podía
reconocer en él los hombros tensos y la posición, todavía separándome de ella,
supongo que me daría mucha pena a mí mismo.
—He estado liado con una
cosa de clase, ya os contaré. Vais a estar orgullosos. —dijo con una sonrisa de
medio lado y riéndose ligeramente. —Félix, te llamo luego, ¿ok? Dile a Carolina
que te acompañe a lo de esta tarde, o algo. Fijo que no le importa.
Quería quedarme y asegurarme de que iba a estar bien. Quería
alejarla de él, envolverlo en una manta y asegurarme de que nunca más tuviera
que acercarse a ellos. Pero Lucas siempre fue el más listo de los dos y yo
siempre he sabido cuándo sobro. Así que asentí con la cabeza, me despedí y
seguí caminando hacia mi casa.
—Claro, tío. Nos vemos.
Cuando llegué a casa, sorprendentemente, el maletín de mi
madre estaba en la entrada, y ella estaba dormida en el sofá con una manta. En
la cocina había espaguetis y una nota que decía que Sara se quedaba a comer en
casa de un amigo de clase. Así que me calenté la comida, me cagué en los
muertos de Diego (porque era él, ¿vale? Yo lo sabía) y llamé a Carolina, que
probablemente tenía cosas mejores que hacer esa tarde pero aceptó porque estaba
extrañamente interesada en mí desde lo de la piscina.
Nos reunimos en un café convenientemente cerca de la
dirección que había encontrado en las páginas amarillas, porque si iba a
ayudarme lo menos que le debía era una explicación medianamente consistente de
qué cojones estábamos haciendo.
Llegó “Elegantemente tarde, Félix. Cállate.” Con unos tacones
que la hacían casi tan alta como yo y un vestido muy corto del mismo color que
sus uñas y su pintalabios. Yo me di una bofetada mental por darme cuenta de eso
y luego le di dos besos y le sujeté la puerta para que entrara. Gracias a Dios,
me devolvió los besos en la mejilla sin girar la cara ni hacer nada raro.
Escogió una mesa y se sentó cruzando las piernas y dando un
par de palmaditas en el sofá a su lado para que no me sentase en la silla de
enfrente. Una camarera se acercó tan pronto como me quité la chaqueta. Carolina pidió una de las bebidas extrañas de
la carta, que debía tener un… ¿2% de café? Y puso cara de asco cuando pedí café
solo.
—Bueno, Lucas se ha ido un
poco de la lengua sobre lo de tu padre. —me calló antes de que pudiera expresar
en voz alta lo que me ofendía. —Me lo ibas a contar igual, ¿qué más te da?
—La Constitución reconoce
el derecho a la privacidad o algo así.
—No seas llorica. Vamos a
ir a casa de esa amiga de tu madre, ¿y después qué? ¿Tienes algo pensado?
—preguntó apartándose ligeramente para que la camarera nos dejara el pedido
sobre la mesa.
Lo cierto es que lo había estado pensando desde el momento en
que Lucas me había puesto la orla delante y la había señalado. Le había dado
vueltas una y otra vez pensando en todas las posibilidades. El mejor tono de
voz, el momento del día, la posición del cuerpo… todo. Pero en el fondo sabía
que esta era una de esas cosas para las que no hay segunda oportunidad. Que si
salía mal, podía olvidarme de encontrar a mi padre.
—Tengo todo un discurso
trágico memorizado. ¿Contenta? —contesté al final. Porque Carolina podía ser lo
más parecido a una amiga mujer que
tuviese, pero preferiría luchar a cuchillo con un tiburón debajo del agua que
hablar de sentimientos con ella.
—Y orgullosa.
Así que tomamos café ignorando deliberadamente que yo sentía
que iba a darme un ataque de ansiedad a cada vuelta que daba la manecilla de mi
reloj de pulsera. Carolina me distrajo lo mejor que pudo. Me contó que estaba
preparando una versión a violín de “He’s a Pirate” de Piratas del Caribe y que
ya había convencido a una de las chicas de último curso para que le hiciese el
acompañamiento a percusión. “Convencido” sonó más que nada a chantajeado, pero
lo dejé pasar porque me estaba haciendo un favor.
Acabábamos de ponernos de pie para irnos cuando ella entró
por la puerta. No sé por qué siempre que la veía me sorprendía que no hubiese
cambiado desde la vez anterior. Supongo que me era imposible comprender cómo
una persona que me había cambiado tanto no se cambiaba a sí misma.
Se quedó de pie mirándome con la boca ligeramente abierta,
como si fuese a decir algo pero no supiese el qué. Su amiga se sentó cerca de
la puerta y siguió su mirada en nuestra dirección. Fue en ese momento en el que
me di cuenta de que Carolina me había cogido del brazo y apoyado la cabeza en
mi hombro mientras se reía de algo. Probablemente de mí.
Los dos abrimos y cerramos la boca, y su amiga se puso de pie
a su lado. Carolina paró de reírse, pero no me soltó en brazo. Enarcó una ceja
y miró a Mara de arriba abajo sonriendo de medio lado como si hubiese ganado
algún tipo de competición. Me asusta lo mucho que quise estrangularla en ese
momento.
Mara tenía los ojos brillantes. Y me devolvían la mirada con
cierto… reconocimiento. Como si acabase de entender algo que se había negado a
creerse. Me destrozó casi tanto como el día en que me dejó. Quizás más, porque
ese fue el momento en que dejó de creer en mí.
—Hey. —dijo con un hilo de
voz. Me miraba solo a mí. No a Carolina, no a su amiga, no al vacío o al suelo
como aquella última vez. Me miraba y me veía, y creo que nunca me asustó más
que alguien llegara a verme como era en realidad. —¿Tu hermana se lo pasó bien
en la fiesta?
—Sí. Sí. Muy bien. Bailó
con el chico que le gusta y llegó a casa chillando de felicidad y reventándome
los tímpanos. Todo como debe de ser.
—Sí —murmuró despegando la
vista de mí para posarla en Carolina y tragar saliva —como debe de ser.
La incomodidad del momento se apoderó de mí. Solo quería
encogerme y desaparecer. Bueno, en realidad quería acercarme los dos pasos que
nos separaban y quitarle aquella expresión de la cara. Pero eso estaba fuera de
los límites. Unos límites que puso ELLA.
Me recordé a mí mismo apretando la mano de Carolina, que había bajado desde mi
bíceps hasta mi mano en algún punto de la conversación.
—Bueno, nosotros ya nos
íbamos y tampoco quiero quitarte mucho tiempo. —contesté, suspirando e
intentando sonreír. Probablemente se acercó más a una mueca constipada que a
otra cosa.
—Sí, claro. Pasadlo bien.
Mara se hizo a un lado, para dejarnos libre el pasillo hacia
la salida, y yo me incliné para darle un beso en la mejilla antes de salir por
la puerta.
Caminamos un par de calles en silencio, cogidos de la mano.
Era una tarde agradable de primavera/verano, el viento fresco contrarrestaba el
calor del sol, y la gente sonreía en las terrazas. Y yo no tenía muy claro si
me estaba muriendo por dentro.
—La quieres. —me aseguró
Carolina.
Yo no tuve muy claro qué contestarle, o si esperaba una
respuesta. No había habido interrogación en su tono. Era un hecho. La tierra
gira alrededor del sol. H20 es agua. Yo quería a Mara. Extrañamente, me
tranquilizó que algunas cosas no cambiaran.
—Lo sé. Creo que es lo
único que tengo claro en la vida.
Carolina me miró de medio lado sin dejar de caminar. No como
me había mirado en clase todos aquellos años. Ni siquiera como me había mirado
en la piscina. Luego me apretó la mano un momento y me sonrió.
—Es algo bonito de lo que
estar seguro.
Iba a contestarle que sería más bonito si ella tuviese alguna
intención de volver conmigo, pero entonces me di cuenta de la calle en la que
estábamos. Probablemente porque nos había ido llevando ella, estábamos delante
del portal que indicaba la dirección que había arrancado de las páginas
amarillas y le había dado en la cafetería con manos temblorosas.
Por supuesto, era típico de Carolina aprenderse la dirección
y llevarme hacia donde yo quería estar sin que siquiera me diese cuenta de que
me estaba llevando a algún sitio.
Por un momento estuve tentado de salir corriendo. Posponerlo.
Dejarlo para mañana, para pasado… Antes de que pudiera pensármelo mejor o ganar
tiempo quejándome de que me manipularan para ayudarme, estiré la mano y piqué
el timbre.
En aquella zona de la ciudad solo había casas de una o dos
plantas, así que la posibilidad de que no fuese ella quien abriese la puerta
era bastante nula.
Julia era más alta de lo que había sugerido la foto. Tenía el
pelo de un color rubio muy claro, ahora mucho más corto que entonces. Seguía
teniendo dientes de conejo que sobresalían un poquito cuando sonreía al perro
que intentaba colarse entre sus piernas para salir a la calle.
— ¿En qué puedo…? —comenzó
a preguntar levantando la vista. Pero dejó de hablar en cuanto me vio. Tengo
que decir en su favor que no dudó ni un momento. No hubo un instante de shock.
Simplemente suspiró y se hizo a un lado haciendo un gesto hacia el interior de
su casa. — ¿Café?
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