¿Habéis
estado alguna vez en una de esas espirales interminables de cinismo y rabia
adolescente en que parece que el mundo queda todos los miércoles para tomar
café, ponerte a parir y planear cómo joderte la vida? ¿Una de esas sucesiones
de acciones en que sabes que la estas jodiendo y que realmente tú vas a ser el
único perjudicado, pero no puedes parar?
Y la gente te mira como diciendo “¿Qué haces? Te estás
haciendo daño. Para”. Y quieres. Pero no puedes. Quieres que lo vean, y se
jodan, y no puedan apartar la vista. Porque esto es tan culpa suya como tuya.
Porque cuando te estabas hundiendo no les importó una mierda. Así que ahora que
se jodan como te jodes tú.
Realmente espero que no entendáis de qué estoy hablando. Y si
lo entendéis, lo siento. Lo siento por todos los que no lo sienten.
El caso es que supongo que nunca he tenido la mejor de las
autoestimas ni he sido la persona más estable del mundo. El caso es que estaba
en una etapa de transición, en medio de una cuerda floja. Mi madre había soplado,
y yo me había caído.
Al día siguiente me levanté como siempre. Me vestí rápido y
salí a correr sin pararme en el salón. Porque el sonido de las noticias era una
prueba irrefutable de que mi madre estaba despierta.
Yo sabía cómo funcionaban estas cosas, ¿vale? Ella me
miraría, me sonreiría y haría como si nada hubiese pasado. Porque, ¿qué había
pasado realmente? Nada. Nunca pasaba nada. Nunca había un límite del que
pasarse.
Corrí sin poner el cronómetro, ni el pulsómetro… ni nada
realmente. Le había enchufado los cascos al móvil de milagro. Pasé por delante
de un par de niños pintando con tizas de colores en la carretera. Un vagabundo
dormido en la puerta de un cajero. Un repartidor de periódicos bostezando
apoyado en el camión…
Dejé de correr llegando al parque donde siempre iba a jugar
de pequeño, principalmente porque noté que me había quedado sin aire hacía un
rato y me ardían los pulmones. Pensé en volver a casa, pero un vistazo al reloj
y la certeza de que mi madre seguiría allí me convencieron de lo contrario.
Iba a sentarme en la hierba y fingir estirar, para no parecer
absolutamente gilipollas. Pero en cuanto empecé a caminar con calma volví a
escucharlo otra vez.
¡Niñato malcriado y
egoísta! ¡No te importa nada!
Gruñí y empecé a correr otra vez. Y con cada paso que daba la
voz de mi madre me rebotaba en la cabeza aún más alta. Encendí el reproductor
de música esperando que “Death at The Chapel” consiguiera ahogarla. No lo
consiguió.
Volví a casa cuando las piernas me quemaban con un dolor
punzante, me temblaban las rodillas y era incapaz de respirar sin que me
raspase la garganta y me doliesen los abdominales. Y no tengo claro si me
encontraba mejor o no.
Cuando salí de la ducha, mi hermana y mi madre estaban en la
cocina; haciendo espaguetis y riéndose. Y debía ser mal hermano aparte de mal
hijo, porque el pecho se me encogió y me quemó. De repente se hizo difícil
respirar y me llevó todo el sentido común que me quedaba no ponerme a gritar en
medio del pasillo arrancándome el pelo a tirones. Porque en esta puta casa
nunca pasaba nada.
Me puse una chaqueta y salí de casa sin despedirme. Porque
estaba absolutamente seguro de que si intentaba decir algo acabaría gritando.
Llamé a Lucas y quedé con él y con Carolina para contarles lo de mi padre.
Llegaron al sitio donde habíamos quedado al mismo tiempo, y se sentaron uno a
cada uno de mis lados en el banco.
Escucharon en silencio, sin presionarme. Me pusieron la mano
en el hombro cuando era necesario y no interrumpieron hasta el final. Y es algo
que me esperaba de Lucas, que era el mejor amigo que nadie pudiese pedir y que
no me había fallado en mi vida. Pero… ¿Carolina?
— ¿Sabes lo que vamos a
hacer? Hoy vamos a salir todos, y te vas a emborrachar. Y no vas a pensar en tu
madre en toda la noche. ¿Vale? No vas a pensar en Mara, ni en tus padres, ni en
notas, chantajes o futuro. Una nube de alcohol y tus amigos. ¿Cómo suena eso?
—preguntó Carolina pasándome una mano por el pelo. Y si estaba siendo así de
amable, o era mucho más blanda de lo que pensaba o yo realmente tenía que tener
un aspecto penoso.
—Sí, tío. Y duermes en mi
casa. Mañana ya veremos si quieres contárselo o no. ¿Vale? Hoy no te rayes.
Yo asentí ausentemente con la cabeza. Porque me estaban dando
exactamente lo que necesitaba, pero no lo quería. No lo merecía. Debería ir a
casa, cuidar a mí hermana y disculparme con mi madre. Debería dar explicaciones
y ponerlas a ellas en primer lugar. Debería ser el pringado simplón al que
ellas se habían acostumbrado. Una voz en mi cabeza, que sonaba sospechosamente
como mi hermana, no paraba de chillarme y repetirme “¡Para, para para! ¡Todavía
puedes parar!”
Una pena que ya hubiese decidido ser un mal hijo.
— ¿Hora y sitio?
Aquella noche me di de bruces con esa gran verdad de
“Emborracharte no resolverá tus problemas”. Me choqué de golpe con ella y del
impulso caí hacia atrás por unas escaleras, me abrí la cabeza y morí. Tres
veces.
Empezamos en un bar de mala muerte en una calle que parecía
el lugar ideal para que te echasen por encima un trapa con cloroformo y
despertarte sin órganos. Todo el mundo bebía, se reía y hablaba a gritos. Javi
apareció por la mesa con una garrafa de quince litros de una especie de
calimocho remasterizado con tequila, vodka y ginebra. Me aseguró que iba a
salir de allí pedo perdido, así que me tragué mi cara de asco y dejé que me
llenara el vaso.
Sabía… mal. Semejante mezcla no puede saber de otra manera.
Pero no era insoportable, y estaba bastante claro que nadie lo pedía por su
sabor. Después de cuatro juegos de beber alguien. Sandra, siempre era Sandra.
Sugirió que nos pusiéramos a jugar al yo nunca. Javi saltó enseguida “¡Yo nunca
me he liado con Lucas!” porque en realidad ninguno de mis amigos ha sido nunca
buena persona.
Me bajé el vaso de un trago e hice una mueca ante la
sensación pegajosa en la garganta. Cuando las pocas personas que no habían oído
ya la historia, Eric, Kate, y el novio de Sandra, me miraron con los ojos muy
abiertos.
—Estábamos borrachos. Fue
un reto. Y ambos estamos lo bastante seguros de nuestra sexualidad como para no
avergonzarnos por ello. ¿Verdad colega? —pregunté mirando a Lucas, que levantó
la mano para que se la chocase.
— ¡Ese es mi hombre!
—Claro que sí, joder. De
eso estábamos hablando.
No se me pasó desapercibido que Carolina también bebió,
aprovechando la distracción de que yo lo hiciera. Pero cuando le mandé una
mirada interrogante se inclinó un poco hacia mí y me susurró en el oído.
—Ni una palabra o te clavo
el tacón en el empeine. Aguja de 12cm. Piénsatelo bien.
Y… vale. ¿Quién me mandaría a mí sentarme al lado de una
zorra sin corazón ni problemas en recurrir a métodos violentos? Me las buscaba
yo solito. Me aclaré la garganta y seguí jugando.
—Yo nunca he llegado a
casa tan borracho que he meado en las orquídeas de competición de mi madre.
— ¡Capullo, fue solo una
vez! —me gritó Javi desde el otro lado de la mesa.
Sobra decir que salimos del bar borrachos. Lo suficientemente
borrachos para que las chicas nos arrastraran a un sitio horrible donde
retumbaba la música pachanguera porque querían bailar. Mientras Sandra,
Carolina, Kate y sorprendentemente Eric bailaban entre la nube de cuerpos
sudorosos de manera bastante coordinada aunque poco higiénica, yo impedí que se
me pasara la moña bebiendo chupitos.
El primero fue de tequila. El segundo de aguardiente. Al
tercero me invitó Kate insistiendo en que el tequila chocolate era lo mejor del
mundo. No lo era. Y el cuarto lo pagó el novio de Sandra porque no podía irme
sin beber absenta. Es un motivo bastante estúpido, pero en aquel momento, con
la lógica irrefutable de un borracho, me pareció absolutamente fundamental.
Probablemente un signo de que debería haber parado de beber ahí. No paré.
Estaba bebiéndome un whisky con Coca-Cola con Javi, porque el
traidor de Lucas se había dejado arrastrar a bailar con Carolina, cuando se me
acercó Campanilla. Lo cierto es que no me acuerdo de si me dijo cómo se llamaba.
Lo hiciera o no, yo la llamé Campanilla y ella se rio encantada, así que ahí
está eso. Era una chica bajita, no pasaría del 1’65. Tenía el pelo rubio corto,
peinado en un montón de direcciones distintas y una sonrisa contagiosa. Me
preguntó si me apetecía bailar y le dije que no sabía. Luego me preguntó si me
apetecía follar. Y como parecía bastante más sobria que yo, cuando me cogió de
la mano y me llevó al baño de chicas no dije nada.
Solté un suspiro aliviado cuando cerró la puerta a su espalda.
Convirtiendo la música, ¿Pitbull?, y las voces de mis amigos, gritando mezclas
de ánimo y felicitaciones, en un eco retumbón y distante.
Campanilla me empujó contra los lavabos y me echó las manos
al cuello, haciendo que me agachara para poder besarla. Fue el sabor a vodka
con naranja en su boca lo que me hizo echarme hacia adelante y pegarla más a
mí. No tenía muy claro lo que estaba pasando. El baño parecía estar en
silencio, llegaba el eco de la música de fuera y había un pitido constante que
yo empezaba a estar seguro de que estaba dentro de mi cabeza. Campanilla
sonreía y el mundo parecía temblar, moviéndose demasiado lento y demasiado
rápido a la vez.
Me movió para poder sentarse encima de los lavabos, y me hico
sitio entre sus piernas abiertas. Yo intenté cogerla de la cintura, pero fallé
por varios centímetros y solo agarré aire. Ella se echó a reír y yo fruncí el
ceño. ¿Cómo de borracho estaba? No tuve mucho tiempo para pensarlo antes de que
me pusiera una mano en la mejilla y me guiase hasta su boca otra vez mientras
metía las manos por debajo de mi camiseta.
Había estado dándole besos en el cuello y acariciándole las
piernas cuando me eché para atrás un momento y me di cuenta de que se había
subido la falda ella sola, no parecía llevar ropa interior y se estaba peleando
con la cremallera de mis pantalones.
No tenía muy claro cuándo había pasado ni cómo no me había
dado cuenta. Y había una vocecilla en mi cabeza murmurando “Félix, no has
venido aquí para esto”. Pero en todas las historias de rebeldía adolescente hay
siempre un incidente sexual altamente alcoholizado del que te arrepientes de
por vida. Campanilla era muy guapa y no es como si yo le estuviera poniendo los
cuernos a nadie. Ese fue el pensamiento que me empujó a ayudarla a bajarme los
pantalones. No le estaba poniendo los cuernos a nadie. No le debía nada a Mara.
Ella lo había terminado. Ella no quería saber nada de mí. A Campanilla le
gustaba. Me gustaba gustarle a la gente. Era una sensación agradable. ¿Por qué
no?
No tengo ni idea del tiempo que pasó hasta que la puerta del
baño se abrió. Recuerdo que en el segundo en que tardó en reflejarse la cara de
la persona que había entrado en el espejo me dio tiempo a pensar que no había
sido mi movimiento más brillante y que, joder, los jodidos cubículos estaban a
solo tres pasos.
Cuando vi la cara de Carolina en el espejo, no obstante, no
pude pensar en nada. Probablemente habría sido buen momento para congelarme y
dejar de hacer lo que estaba haciendo. En su lugar subí una mano para enredarla
en el pelo de Campanilla y, encontrando la mirada horrorizada de Carolina en el
espejo, gruñí.
— ¿Quieres cerrar de una
vez?
Dio un tropezón y chocó con el marco de la puerta al salir,
cerrando detrás de ella. Campanilla se rio arañándome la espalda y yo gruñí
otra vez, porque parecía habérseme pasado la borrachera de golpe y sabía que
Carolina iba a devolvérmela.
Cuando terminamos esperé a que se arreglara el vestido y el
maquillaje mientras intentaba controlar la sensación picajosa de necesitar un
cigarrillo. Nos despedimos en la puerta del baño, ella me apuntó su número de
teléfono en el antebrazo con un permanente que sacó de un bolso que yo ni
siquiera me había dado cuenta de que llevaba y yo sonreí y le dije que quizás.
Mis amigos se rieron al verme y me recibieron con palmadas en
la espalda. Carolina me dio un puñetazo en el brazo que dolió de verdad. Le
pasé un brazo por los hombros y le di un beso en el pelo, a lo que me apartó de
un manotazo. También dolió, pero al menos esta vez me pegó sonriendo.
Hacia las cinco de la mañana tuve un momento puntual de
preocupación que Lucas calmó asegurándome que él había llamado a mi casa para
decirle a mi madre que estaba allí estudiando y que me había quedado dormido.
El. Mejor. Amigo. Del. Mundo.
A las cinco y media de la que acompañábamos a Javi a un taxi
pasamos por delante de un estudio de tatuajes con letras de neón y estampado de
leopardo en los lugares más extraños. Un estudio de tatuajes abierto. Esa fue
la segunda vez que me maté esa noche, y ni siquiera puedo asegurar que siguiera
borracho. Me sentía bastante sobrio.
A los pocos que quedaban en pie, Lucas, Carolina y Sandra;
los hice volver al estudio en cuanto Javi cerró la puerta del taxi. Entramos, y
cuando la chica del mostrador me enseñó el libro de muestra Carolina tuvo que
explicarme muy despacio por qué un águila en llamas comiéndose el cerebro de
Abraham Lincoln era mala idea. En la página dieciocho un lobo en tonos de gris
me devolvía la mirada insistentemente. ¿Habéis probado a decirle que no a un
dibujo híper-realista de un lobo? Está demostrado que yo soy incapaz.
Salí de allí con una crema antiséptica, un brazo dolorido y
vendado y un tatuaje en el bíceps. Mientras caminábamos hacia una cafetería
para desayunar, Sandra se me subió a caballito y Lucas le pasó un brazo por el
hombro a Carolina, ignorando por completo que le estábamos mirando.
—La verdad es que un lobo
te pega bastante. —comentó Carolina pegándose más a Lucas. —Son leales a morir,
lo sacrifican todo por su manada, son feroces pero tranquilos si no te metes
con ellos…
También se emparejan de
por vida. Pensé agarrando a Sandra para que no se callera de culo al
echarse a reír.
—Un caballero es un lobo
paciente. —dijo ella agarrándose a mis hombros. — ¿No es ese nuestro Félix? —me
dio un beso en la mejilla y agitó las piernas indicando que quería bajarse de
mi espalda. La ayudé a llegar al suelo y salió disparada por la puerta de la
cafetería a pedir un café con tantos añadidos que no había sitio para la
cafeína. Le sujeté la puerta a Carolina haciendo una reverencia ridícula y
Lucas se rio en mi puta cara.
Al final llegué a casa a las ocho de la mañana sin pasar por
casa de Lucas. Estaba absolutamente seguro de que mi ropa olía a alcohol,
tabaco y sudor de demasiadas personas distintas. El tatuaje del lobo estaba
tapado por la manga de la camiseta, pero el número de Campanilla se veía de
lejos. Tenía ojeras, pero no tenía sueño ni ganas de dormir.
Mi madre estaba tomándose un café en la terraza y no había
rastro de mi hermana. Fui a mi cuarto a por el dinero y lo dejé en la mesa
frente a ella, al lado del plato de galletitas. Me senté en la silla de al lado
mientras ella cogía el cheque y lo miraba frunciendo el ceño.
—Félix, ¿qué...?
—Es de mi padre. Bueno… ya
sabes. Hace algunos días que le he estado buscando. Y bueno, ayer le encontré.
—ella abrió la boca para interrumpirme, pero levanté la mano en un gesto más
cansado que convincente y seguí hablando antes de que me parara. Cuanto antes
me lo quitara de encima mejor. —Va a darnos el dinero que nos debe. De la
pensión de mantenimiento. Le pedí esto en efectivo porque quería que lo vieras.
Que supieras que es de verdad. Pero el resto va a ir metiéndolo mensualmente en
tu cuenta del banco. Úsalo para lo que te dé la gana. Yo no lo quiero. Si tú
tampoco lo quieres, lo donamos. Me la sopla. Pero ese dinero no es suyo y no
tiene ningún puto derecho a usarlo. —Ella me miró en silencio unos segundos,
con la boca todavía abierta y el cheque todavía en la mano. — ¿vas a gritar?
Porque la verdad es que me duele bastante la cabeza.
Se levantó de golpe y me levantó a mí de un tirón por la
camiseta. Me rodeó con los brazos pegándose a mí y yo quise apartarla porque mi
camiseta estaba llena del olor pegajoso y dulce de la colonia de Campanilla y
yo no lo quería sobre mi madre. Pero ella se echó a llorar y yo no tuve
cojones.
Me abrazó y lloró. Y me pareció que se hacía pedazos una y
otra vez cada vez que la sobrevenía un sollozo más fuerte que los demás. Yo la
sujeté, le acaricié el pelo y la espalda y no aparté la vista del edificio de
enfrente. Fulminándolo como si tuviese la culpa de que yo estuviese en aquella
situación. Tercer disparo.
Yo también quería llorar. Agarrarme a alguien, romperme y
dejar que otros recogieran las piezas. Pero no podía. Porque cuando son otros
los que te arreglan, cuando son otros los que te ayudan, les das poder sobre
ti. Se lo debes. Y eso siempre está ahí, reclamen la deuda o no. Está ahí para
ti, quemándote por dentro. Mi madre ya tenía demasiado poder sobre mí y yo
estaba harto de deberle cosas a la gente.
Cuando mi madre terminó de llorar le hice otro café y se lo
llevé con una napolitana de chocolate. Ella me sonrió agradecida y yo le
devolví una mueca satisfecha.
Mientras me empezaba a cuestionar mi salud mental, sonreí un
poco más y le pregunté.
—Mamá, me he hecho un
tatuaje. No es un problema, ¿no?
Pude ver en sus ojos que sí, sí que le parecía un problema.
Pero tenía un café caliente en la mano, una napolitana y un cheque con dinero
de un hombre que no había hecho más que quitarle cosas en la vida.
—No claro que no, cariño.
¿Por qué no duermes un poco? Te despierto para comer.
—Gracias mamá, eres la
mejor.
No lo era. Yo tampoco. Pero de tal palo tal astilla y al
final del día aprendes a lidiar con tus demonios o dejas que te maten. Si algo
teníamos mi madre y yo en común, aparte de querer más a mi hermana que a nadie
en el mundo, era nuestra espléndida
capacidad para ignorar problemas y auto convencernos de que no éramos TAN malas
personas.
Cuando creces con una chantajista emocional, o aprendes a
jugar el juego, o siempre pierdes. En definitiva, en mi familia lo único que
estaba claro es que todo funcionaba en torno a un sistema de deudas. ¿Quién le
debe más a quién? ¿Quién tiene más que perder? ¿Quién gana?
Dios, eres...inigualable. En cuanto publiques tu primer libro (si por algún causal decides dedicarte a esto en serio) me pido una copia.
ResponderEliminarMe encanta,me encanta ,me encaaaaaaaaanta y me vuelve a encantar.
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