Todo pareció asentarse y encajar. Como cuando recoges las
piezas del puzle que se te cayeron bajo la mesa y las colocas. Cuando puedes
ver la imagen completa.
Si pensaba que antes Mara me había dejado entrar en su mundo,
desde luego me equivocaba. La primera semana que estuvimos saliendo, me caí de
cabeza en un charco que solo había mirado de lejos.
Dicen que dos personas que viven en la misma ciudad, pueden
estar viviendo en dos ciudades completamente distintas. Es una de esas frases
que Lucas lee en algún sitio raro por internet y comenta en clase de filosofía
para que a la señorita Suarez se le coloreen las mejillas y sus notas suban
mágicamente.
En menos de un mes me llevó a una timba de póquer ilegal, a
una discoteca construida en una boca de metro clausurada, a un bar con aspecto
antiguo que ponía jazz clásico y unos cócteles de vicio… Lo que más me
sorprendió, sin embargo, fue cuando me mandó un mensaje citándome en la puerta
de la catedral que había junto a la playa.
Eran las seis de la tarde y seguía haciendo demasiado frío
como para salir sin abrigo, pero cuando llegué ella solo llevaba un vestido y
una cazadora de cuero. Me saludó con un beso en la boca que estoy seguro me
dejó manchado de pintalabios y me cogió de la mano.
Entramos por una verja que daba al lateral de la iglesia, a
una pequeña plaza con nichos y una fuentecilla. Caminamos hasta la parte de
atrás, donde una escalera de piedra parecía enroscarse hasta el tejado.
—Mara…
—El párroco era amigo de
mi madre, me deja vía libre. ¿Estás tranquilo ya?
Sonreí y la seguí. Las escaleras desembocaban en un tejado de
piedra junto a la torre del campanario. Podía verse todo el paseo marítimo, y
había una manta extendida en el suelo, una caja de pizza y varias botellas
llenas de alcoholes diversos.
— ¿Me has traído aquí para
emborracharme y aprovecharte de mí? —la acusé fingiendo estar ofendido. — ¿A
una iglesia? Esto excede los límites de la perversión, señorita.
—Oh por Dios, cállate y
siéntate.
— ¿Me prometes que me
respetarás por la mañana?
Me pegó con el bolso y se sentó sobre la manta de cuadros.
Abrió la caja de pizza y me pasó una botella. Jack Daniels, creo recordar. Así
que nos emborrachamos y comimos pizza en el tejado de una iglesia. O catedral.
Lo que sea.
En algún punto Mara puso música con su móvil y yo empecé a
ser incapaz de controlar mi risa tonta. Pero ya no tenía nada de frío y estaba
seguro de que si me quedaba inconsciente Mara se las arreglaría para llevarme a
casa.
Me tumbé apoyando la cabeza sobre el gurullo que era la
chaqueta de Mara y me estiré crujiendo la espalda. Mara gateó hasta mi lado
riéndose y tropezando con una botella por el camino.
Se inclinó y su pelo formó una cortina a ambos lados de mi
cabeza. Y era tan negro como el cielo. Cuando me besó, su boca sabía a licor de
manzana y a café. Sonaba una canción de The XX y yo no recordaba haber estado
más cómodo en mi vida.
Mara se quedó dormida con la cabeza apoyada sobre mi estómago
y yo nos tapé como pude con mi abrigo, que no daba para tanto ni de risa. Y nos
despertamos a eso de las seis de la mañana cuando empezó a llover, el móvil de
Mara sin batería y con un dolor de cabeza importante.
—Deja, ya lo recogeré
mañana. —me cortó cuando intenté recoger el estropicio de la noche anterior.
Me cogió de la mano y corrimos mojándonos hasta una cafetería
abierta frente a la playa. Sin tropezar a pesar de la resaca y el agua. Nos
tomamos un chocolate caliente y luego Mara me llevó en coche a casa.
Subí sonriendo y estornudando. Con un dolor de cabeza
terrible y el pelo empapado. Cuando abrí la puerta y vi a mi madre sentada en
el sofá en albornoz se me quitó la sonrisa de golpe.
—Señorito. Tenemos que
hablar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario