viernes, 29 de noviembre de 2013

Capítulo 29:

      Caminé. Y caminé. Y caminé. Y podría haber cogido un autobús, pero habría quedado menos poético y si hubiese tenido que quedarme quieto en la parada de autobús esperando probablemente me habría dado un ataque.

        La dirección estaba en las afueras, al otro lado de la playa, cerca de los merenderos y el club de tenis. Así que fui caminando por el paseo marítimo intentando que el viento y el olor a salitre me aclarasen la cabeza.

        En la arena una clase de principiantes aprendía a subirse a la tabla de surf, las parejas paseaban dejando correr a sus perros y un par de valientes de daban un baño. Pensé en todos mis compañeros de clase, estudiando para los exámenes finales. Sonreí y seguí caminando mucho más confiado.

        Sabía a lo que iba. Lo controlaba. Desde que había decidido encontrar a ese cabrón me había preparado para tenerlo cara a cara. Ese hijo de puta le había arruinado la vida a mi madre, y por muy bien que ella me hubiese educado, algo dentro de mí quería sangre.

        Ahora que sabía que Julia y mi padre eran hermanos, buscar en Google Andrés Álvarez Cortázar fue lo más simple del mundo. Y cuando apareció el primero en un artículo del periódico que explicaba que la compañía de la que era director ejecutivo había sido multada por contaminación al medio ambiente… me sentí como si me hubiese tocado la lotería.

        El portal que me había apuntado Julia estaba en un edificio de ladrillo rojo con aspecto de construcción moderna. Parecía un sitio bonito para vivir. Un sitio caro para vivir. Notando como empezaba a cabrearme, piqué un timbre al azar y me aclaré la voz.

—Cartero comercial.

        Me abrieron. El portal tenía suelo de mármol, y era más grande que el salón de mi casa. Con buzones de madera oscura alineados, plantas de verdad, alfombra, un espejo enorme y un ascensor a cada lado de las escaleras.

        Piqué para llamar al ascensor. Me sentía absolutamente fuera de lugar, con mis vaqueros y mis converse. Y no podía dejar de imaginarme como mi padre debía de entrar cada día por esa puerta con un traje e hincharse de orgullo. Las puertas se abrieron dejándome escuchar un hilo musical suave y estéril que no hizo más que cabrearme más.

        Para cuando llegué al cuarto piso me había enfadado yo solo hasta el punto de hacerme hervir la sangre en las venas y querer liarme a puñetazos con cuanta persona me encontrase. ¿No es hermosa la mente humana?

        Piqué al timbre agachando un poco la cabeza para que no se me viera la cara por la mirilla. Tuve que esperar unos minutos que fueron probablemente segundos, y se escucharon pasos. La puerta se abrió completamente, y un hombre con un traje gris dio un paso hacia adelante. Llevaba zapatos negros y un anillo de casado.

        Levanté la vista despacio. Porque antes de mirarle a la cara ya sabía que era él. Era una seguridad absoluta que me envolvía y me hacía querer correr y encogerme y gritar y…

        Me estiré y le devolví la mirada. Era algo más alto que yo, pero en cuanto supo quién era pareció encogerse. Joder, tampoco es que hubiese mucho margen de error. Cuando ves tu cara en alguien dieciocho años más joven que tú y hace ese mismo tiempo que abandonaste a una mujer embarazada… no hay muchas posibilidades, la verdad.

        Supongo que llegados a este punto ya sabéis que no soy un cabrón. No soy intrínsecamente mala persona. Mi madre me enseñó a compartir, a ayudar a los demás, a tener empatía. Yo no jodo a la gente porque sí. Soy medianamente educado la mayor parte del tiempo y normalmente no salto sin provocación.

        Si tenemos en cuenta que he asesinado a un hombre que ni siquiera conocía, amenazado al director de mi colegio con destrozarle la vida, y puesto a un tío al que perseguía gente armada contra las cuerdas… Creo que ya no puedo decir que sea un chico tranquilo. Y es bastante evidente que hay una vena dentro de mí que obtiene un placer particular en cabrear y ofender a la gente que me ha jodido. Así que sonreí de medio lado, burlándome de su traje, su edificio y su cobardía en su jodida cara.

—Buenos días, papá. Parece que hace años que nos vemos.

        Abrió los ojos en una mueca de incredulidad que me habría sacado una carcajada si no hubiese estado muy ocupado fingiendo ser un tipo duro. Lanzó una mirada sobre su hombro y dio otro paso hacia adelante, arrimando la puerta hasta casi cerrarla.

        Había algo dentro que no quería que yo viera o que no quería que me viera a mí. Perfecto.

— ¿Qué...? —empezó a preguntar, para simplemente parar en seco y mirarme. No se lo había esperado y ahora no sabía qué hacer conmigo. Ese era un hombre al que las consecuencias de sus actos nunca habían vuelto para morderle el culo. Bien, pues yo le iba a arrancar un buen cacho.

—Podría enajenarme y pensar que eso es el comienzo de “¿Qué tal estas, querido hijo?” o “¿Qué quieres para los dieciocho cumpleaños que te debo?”. Oh, no. Incluso mejor: “¿Qué crees que pensará mi mujer cuando se entere de que tengo un hijo al que no he visto en la vida?”. Pero como de momento no me pareces una persona especialmente brillante, apuesto por “¿Qué haces aquí?”. ¿Es correcto?

        Frunció el ceño ante la flagrante falta de respeto y su boca se retorció en una mueca de desprecio. Esa que ponen todos los adultos cuando se encuentran con un listillo. Y la sorpresa abandonó su cara por completo. Se estiró para remarcar la diferencia de altura y me miró con un brillo inteligente en los ojos.

—No sé quién eres ni qué quieres, niño. —aseguró cuadrando los hombros.

— ¿Seguro que quieres ir por ahí? Porque según la legislación española si la madre o el hijo solicitan una prueba de paternidad, el supuesto padre está obligado a concederla.

        La furia que se extendía por sus facciones de manera lenta y constante era evidente. Estaba en sus fosas nasales dilatadas, los puños tensos, los nudillos blancos. Quería darme un puñetazo por atreverme a entrar en su escena perfecta. Sabía que podía joderselo todo, y tenía miedo.

        Bueno, siempre supe que alguien acabaría rompiéndome la boca por hablar de más. ¿Por qué no mi padre? Así todo quedaba en familia.

— ¿Qué quieres?, ¿dinero? Tengo dinero. ¿2000 euros y olvidamos el tema? —preguntó echando mano del bolsillo de su pantalón.

— ¿2000 euros? —pregunté incrédulo. Y el gilipollas asintió porque debió de pensar que me parecía mucho. —Vale, es evidente que crees que soy idiota. Pero tranquilo, que me la sopla. El artículo 154 del Código Civil recoge que la manutención del hijo no emancipado es tarea de ambos padres. Así que puedes empezar a ser mucho más generoso o podemos ver qué piensa tu mujer cuando te lo reclame delante de un juez.

        Clic. Limite sobrepasado. ¡Cortocircuito! ¡Cortocircuito!

      Me agarró del cuello de la camiseta y me estrelló contra la pared que tenía más cerca. Me levantó un poco del suelo y se pegó a mí, echándome el aire caliente de sus fosas nasales justo en la cara.

—Mira niñato. ¡No eres nadie! —explicó. En esa forma tan concreta de susurrar y gritar al mismo tiempo. — No puedes aparecer de repente y amenazar todo aquello por lo que he trabajado. Si la zorra de tu madre decidió tenerte en lugar de abortar es su jodido problema, no el mío. Yo lo he hecho bien en la vida, y si sigues jodiéndome te arrepentirás. —me aseguró sacudiéndome, haciendo que me diese un cabezazo contra la pared. Hablaba rápido y le temblaba el puño por el que me sujetaba.

—Llevas anillo de casado, y en cuanto me has visto has mirado sobre tu hombro y cerrado la puerta. Tu mujer está en casa. Y si grito tú lo pierdes todo. Así que suéltame, da un par de pasos hacia atrás y hazme una oferta que no me haga querer escupirte en la cara.

        No esperaba que lo hiciera. Pero me soltó y dio tres pasos hacia atrás en el rellano. Manteniendo los brazos a ambos lados del cuerpo e intentando calmar su respiración.

— ¿Cuánto quieres?

—Si no lo he calculado mal, cobras unos dos mil euros al mes. Dejando al lado dietas, comisiones y movimientos ilegales. —esperé a que me lo confirmase y él asintió con la cabeza en un movimiento robótico debido a la tensión en sus hombros y su cuello. —Si reclamara en los tribunales asignarían unos cuatrocientos cincuenta euros al mes. Así que eso es lo que vas a darme.

        Apretó los puños y me miró con odio, pero en cuanto consideré que el mensaje había calado seguí hablando.

—Eso quiere decir que ya me debes ocho mil cien euros. Sin contar los intereses que conllevaría la multa por no haber pagado todos estos años… Así que te voy a dar un número de cuenta en el que vas a ingresar 450 euros al mes desde el día de hoy hasta que yo diga que basta. Y si lo haces todo bien, tu mujer no tiene por qué enterarse.

        Si las miradas pudiesen matar yo estaría en el suelo ahogándome con mis propias vísceras y retorciéndome mientras lloraba.

        Tal y como estaban las cosas, sonreí y contuve las ganas de darle un puñetazo. Porque la invisibilidad era la clave. Siempre y cuando su mujer no supiese que yo existía, le tenía cogido por las pelotas.

—El primero lo quiero en cheque, gracias.

        Entró en su piso y mientras esperaba a que saliese con mi cheque, me pasaron imágenes por la cabeza en las que él abría la puerta con una escopeta y me volaba la cara de un tiro al grito de “Muere niñato de mierda”.

        Cuando abrió, aun con los puños apretados y la mandíbula tensa, me extendió la mano con el cheque firmado en un movimiento espasmódico. Pude notar la sonrisa presuntuosa morir en mi cara al darme cuenta de a quien estaba extendido.

        Al portador.

        El hijo de puta probablemente ni siquiera sabía cómo me llamaba.

      Le pasé el papel con el número de cuenta y me metí el cheque en la cartera.

—Gracias, papá. Espero que no haga falta que vuelva a pasarme por aquí.

        Cerró la puerta antes de que yo llegara al ascensor. Y mientras bajaba hacia el portal no podía decidir si quería echarme a reír o a llorar. Si me lo planteaba con calma probablemente ganaría llorar, así que salí del portal, metí las manos en los bolsillos de mis vaqueros y cogí un bus hacia mi casa.

        Le mandé un mensaje a Lucas, completamente seguro de que en cuanto lo supiese él, lo sabría Carolina.

Félix: Todo bien. Os cuento mañana en clase.

        Cuando llegué a casa, el maletín de mi madre estaba tirado en el salón, al lado de sus tacones. Y el mini bar estaba abierto. Ella estaba sentada en la cocina. Mirando a la pared mientras bebía de una botella de Jameson.  

— ¿Dónde has estado toda la tarde? —preguntó mientras entraba y me sentaba enfrente de ella. —Tu hermana quería ir al cine y no ha cerrado la boca ni un momento.

        De pronto el cheque en mi cartera se volvió pesado mientras me lo cuestionaba todo. ¿Cómo se lo tomaría mi madre? “No sabes lo mucho que echo de menos a tu padre” ¿Habían sido solo las palabras de una borracha o de verdad lo pensaba? “No sabes lo mucho que echo de menos a tu padre” Dios, dios, dios, dios. “No sabes lo mucho que echo de menos a tu padre”.

—Tenía una cosa que resolver.

        Apartó la vista de la pared para mirarme un momento en silencio antes de cerrar el puño sobre la botella y ponerse de pie enfadada.

— ¿Una cosa que resolver? ¿En serio, Félix? —gritó dando un paso hacia mí. — ¿Qué cojones te pasa? ¿Quién te crees que eres? ¿Te crees que puedes pasar por casa cuando te dé la gana y esperar que esté echa la comida y todo limpio y recogido? —movió el brazo en un movimiento brusco y la botella salió disparada hacia la pared haciéndose añicos.

        Mi madre gruñó con frustración y se llevó las manos a la cabeza gesticulando con los brazos y mirándome con los ojos entrecerrados.

— ¡Niñato malcriado y egoísta!... yo no te eduqué así. No te importa nadie excepto tú mismo. No te importa tu hermana, no te importo yo. ¡No te importa nada!

        No le grité. No le dije que en lugar de pasarse la tarde bebiendo podría haber pasado algo de tiempo con su hija. Que a su padre, el que estaba trabajando fuera del país le encantaría poder escucharla hablar sin parar. No le dije que  si alguien recogía y limpiaba éramos sus hijos. No le dije por qué había estado fuera toda la tarde.

        Agaché la cabeza y clavé la vista en la unión de las baldosas en el suelo aguantando las ganas de llorar. Porque era mi madre.

        Ella suspiró y salió de la cocina. Y yo me quedé allí sentado mirando al suelo hasta que escuché cerrarse la puerta de su habitación.

        Entonces me levanté, fui a por el recogedor, la escoba, y una bayeta. Y me aseguré de que no quedara ningún cristal en el suelo porque mi hermana siempre entraba en la cocina descalza por las mañanas.

        Salí a la terraza y encendí un cigarrillo. Y mientras el humo se alejaba de mí di un puñetazo a la cornisa empezando a llorar. Apoyé los antebrazos en la cornisa y me encorvé llorando en silencio.

        Dicen que nadie te conoce mejor que tu madre. ¿Y acaso no es verdad? Había pasado la tarde fuera de casa, persiguiendo un fantasma. Había estado buscando una venganza a la que creía que tenía derecho en lugar de estar con mi hermana. Había chantajeado a una persona para conseguir dinero en lugar de buscar un trabajo. Había chantajeado a mi director para aprobar el curso en lugar de ganármelo.

        No era una buena persona. Era un niñato malcriado y egoísta. Mi madre tenía razón. Era una decepción. Era un cumulo de fallos cada vez más grande. Iba en un coche directo a un precipicio y no hacía más que pisar el acelerador.

        Era como mi padre.

        Que lo traigan. Pensé. Soy una mierda de hijo. Una mierda de hermano. Una mierda de amigo… Si voy de cabeza a un precipicio que me lo traigan. Abrochaos los cinturones hijos de puta, porque voy a saltar. 

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